Al preguntar qué
tan buena es determinada película es posible recibir la siguiente respuesta:
“Regular, pero los efectos especiales son excelentes”. Quien ande corto de
memoria o carezca de información puede suponer que esto de los efectos
especiales es algo de nuestro tiempo, sin embargo alcanza con asomarnos a la
historia para ver que sus antecedentes son remotos.
En la época del cine mudo era usual
que los propios espectadores emitieran los sonidos adecuados para las diversas
imágenes. Por ejemplo, en escenas de peleas la platea emitía con diverso
énfasis expresiones como: ¡zás!, ¡baf!, ¡puf! Como la necesidad orienta al
mercado fue surgiendo el oficio del explicador quien con sencillez iba narrando
la secuencia del film así como también el de creador de ruidos que era
desempeñado por alguien que conocía las películas de memoria e iba desplegando diversos
efectos sonoros adecuados a la escena. Hubo quienes solo se valían de sus
propios recursos fonéticos y también aquellos que se acompañaban de apoyos
adicionales como latas, maderas, monedas, campanas, etc.
Con el transcurso del tiempo el oficio
fue ganando jerarquía y a quienes lo desempeñaban se les comenzó a identificar
con el nombre de ambientadores; se cuenta que cuando su actuación era
destacada, el público reconocía su trabajo con un aplauso prolongado. Todo
parece indicar que no cobraban por su labor, siendo su único beneficio poder
entrar gratis al cine y seguir la película desde alguna butaca situada en lugar
privilegiado. Claro que tampoco faltaron los espontáneos. Un ejemplo de ello es
narrado por Guillermo Sheridan.
El más conmovedor suceso registrado en
la historia del cine provinciano sucedió en Saltillo. Inauguraban el «Cinema
Encanto, un encanto de cinema» y estaban presentes las autoridades civiles,
militares y religiosas. A media función un señor tuvo a bien soltar un pedo
verdaderamente gargantuesco. Se tuvo que suspender la función y la ira
generalizada obligó a que se encendieran las luces. Los vecinos del meteórico
lo delataron sin piedad y fue expulsado oprobiosamente de la sala. Se reanudó
la función. Diez minutos más tarde se oyó una voz en la sala que gritó esta
solicitud discreta y a todas luces esperanzada: «Que dice el que se peyó que si
lo perdonan». Como es previsible, lo perdonaron, pues ¿quién puede tener tan
duro el corazón para privar a alguien de un final feliz?
En ocasiones se agregaba otro tipo de
efectos especiales originado en las precarias condiciones de los locales
cinematográficos. El mismo Sheridan evoca una de estas situaciones.
Una vez veíamos en Monterrey Lawrence
de Arabia: miles de guerreros perecían de sed en el desierto. De pronto,
cayó una catarata del techo del cine: se había roto una tubería que había
anegado el plafón azul añil hasta vencerlo. Era conmovedor: los ingleses
chillaban pidiendo «¡water, water!» detrás de una cortina de agua que bañó a
cuatro filas incrédulas.
Por aquellos entonces las salas de
cine podían devenir en campo de batalla de tal forma que la realidad de la
platea se ponía mucho mejor que la ficción de la pantalla. Un ejemplo de ello
lo narra Refugio Bautista Zane al citar al capitán Juan González Hurtado quien
cuenta que
en una función de cine a la que
asistieron soldados carrancistas y zapatistas en la ciudad de Toluca, los
primeros se sentaron en la planta baja y los segundos en la parte superior. Los
de esta última posición, tiraban basura y escupían a los de abajo. Cuando
comenzó la función, había una escena donde el villano arremetía a la muchacha.
Al ver esto, los zapatistas sacaron sus pistolas disparando sobre la pantalla
para matar al agresor. Los carrancistas, al oír los disparos, sacaron sus armas
generándose una balacera.
¡Esos eran efectos especiales!
Las diferencias sociales se ponían de
manifiesto en que los cines más elegantes y exclusivos contaban con un pianista
que iba siguiendo las diversas escenas de la película con una melodía adecuada;
por supuesto que los tonos de fondo de una persecución o instante de suspenso
no eran los mismos que acompañaban los muy discretos romances propios de la
época.
Como es de suponer,
la llegada del cine sonoro significó una verdadera revolución y originó no
pocas resistencias por parte de un público habituado a ambientadores y
pianistas. Ni se diga el temor que ello generó en los actores del cine mudo que
sabían que la irrupción de la banda sonora exigía otro estilo de actuación.
Paco Ignacio Taibo I señala que el epitafio al cine silencioso que se despedía
lo propuso Salvador Novo: “Hay algo que jamás se le podrá quitar al cine mudo;
en sus salones se dormía mejor”.
Un problema complicado que se presentó
en los cines de antaño estuvo ocasionado por la moda del sombrero femenino. Mil veces
se les pidió a las damas que se quitaran sus sombreros dentro de la sala y mil
una ellas se negaron: con la cabeza descubierta se sentían como desnudas.
Las molestias para
los cinéfilos han variado en forma notoria: aquellos sombreros típicos de los
grandes cines de antaño se han ido, pero a las pequeñas salas de la actualidad
han llegado refrescos y cubetas de palomitas que a juzgar por su tamaño
deberían resistir no sólo la duración de una película sino de un festival
entero.
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