martes, 12 de noviembre de 2013

Efectos especiales


Al preguntar qué tan buena es determinada película es posible recibir la siguiente respuesta: “Regular, pero los efectos especiales son excelentes”. Quien ande corto de memoria o carezca de información puede suponer que esto de los efectos especiales es algo de nuestro tiempo, sin embargo alcanza con asomarnos a la historia para ver que sus antecedentes son remotos.
 
En la época del cine mudo era usual que los propios espectadores emitieran los sonidos adecuados para las diversas imágenes. Por ejemplo, en escenas de peleas la platea emitía con diverso énfasis expresiones como: ¡zás!, ¡baf!, ¡puf! Como la necesidad orienta al mercado fue surgiendo el oficio del explicador quien con sencillez iba narrando la secuencia del film así como también el de creador de ruidos que era desempeñado por alguien que conocía las películas de memoria e iba desplegando diversos efectos sonoros adecuados a la escena. Hubo quienes solo se valían de sus propios recursos fonéticos y también aquellos que se acompañaban de apoyos adicionales como latas, maderas, monedas, campanas, etc.
 
Con el transcurso del tiempo el oficio fue ganando jerarquía y a quienes lo desempeñaban se les comenzó a identificar con el nombre de ambientadores; se cuenta que cuando su actuación era destacada, el público reconocía su trabajo con un aplauso prolongado. Todo parece indicar que no cobraban por su labor, siendo su único beneficio poder entrar gratis al cine y seguir la película desde alguna butaca situada en lugar privilegiado. Claro que tampoco faltaron los espontáneos. Un ejemplo de ello es narrado por Guillermo Sheridan.
 
El más conmovedor suceso registrado en la historia del cine provinciano sucedió en Saltillo. Inauguraban el «Cinema Encanto, un encanto de cinema» y estaban presentes las autoridades civiles, militares y religiosas. A media función un señor tuvo a bien soltar un pedo verdaderamente gargantuesco. Se tuvo que suspender la función y la ira generalizada obligó a que se encendieran las luces. Los vecinos del meteórico lo delataron sin piedad y fue expulsado oprobiosamente de la sala. Se reanudó la función. Diez minutos más tarde se oyó una voz en la sala que gritó esta solicitud discreta y a todas luces esperanzada: «Que dice el que se peyó que si lo perdonan». Como es previsible, lo perdonaron, pues ¿quién puede tener tan duro el corazón para privar a alguien de un final feliz?
 
En ocasiones se agregaba otro tipo de efectos especiales originado en las precarias condiciones de los locales cinematográficos. El mismo Sheridan evoca una de estas situaciones.
 
Una vez veíamos en Monterrey Lawrence de Arabia: miles de guerreros perecían de sed en el desierto. De pronto, cayó una catarata del techo del cine: se había roto una tubería que había anegado el plafón azul añil hasta vencerlo. Era conmovedor: los ingleses chillaban pidiendo «¡water, water!» detrás de una cortina de agua que bañó a cuatro filas incrédulas.                      
 
Por aquellos entonces las salas de cine podían devenir en campo de batalla de tal forma que la realidad de la platea se ponía mucho mejor que la ficción de la pantalla. Un ejemplo de ello lo narra Refugio Bautista Zane al citar al capitán Juan González Hurtado quien cuenta que
 
en una función de cine a la que asistieron soldados carrancistas y zapatistas en la ciudad de Toluca, los primeros se sentaron en la planta baja y los segundos en la parte superior. Los de esta última posición, tiraban basura y escupían a los de abajo. Cuando comenzó la función, había una escena donde el villano arremetía a la muchacha. Al ver esto, los zapatistas sacaron sus pistolas disparando sobre la pantalla para matar al agresor. Los carrancistas, al oír los disparos, sacaron sus armas generándose una balacera.
 
¡Esos eran efectos especiales!
 
Las diferencias sociales se ponían de manifiesto en que los cines más elegantes y exclusivos contaban con un pianista que iba siguiendo las diversas escenas de la película con una melodía adecuada; por supuesto que los tonos de fondo de una persecución o instante de suspenso no eran los mismos que acompañaban los muy discretos romances propios de la época.
 
Como es de suponer, la llegada del cine sonoro significó una verdadera revolución y originó no pocas resistencias por parte de un público habituado a ambientadores y pianistas. Ni se diga el temor que ello generó en los actores del cine mudo que sabían que la irrupción de la banda sonora exigía otro estilo de actuación. Paco Ignacio Taibo I señala que el epitafio al cine silencioso que se despedía lo propuso Salvador Novo: “Hay algo que jamás se le podrá quitar al cine mudo; en sus salones se dormía mejor”.
 
Un problema complicado que se presentó en los cines de antaño estuvo ocasionado  por la moda del sombrero femenino. Mil veces se les pidió a las damas que se quitaran sus sombreros dentro de la sala y mil una ellas se negaron: con la cabeza descubierta se sentían como desnudas.
 
Las molestias para los cinéfilos han variado en forma notoria: aquellos sombreros típicos de los grandes cines de antaño se han ido, pero a las pequeñas salas de la actualidad han llegado refrescos y cubetas de palomitas que a juzgar por su tamaño deberían resistir no sólo la duración de una película sino de un festival entero. 

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