Otro tanto sucede
con los países, en donde la concepción del tiempo varía en forma considerable. La
singularidad que este tema adquiere para el caso mexicano ya tiene su historia
y Alejandro Rosas presenta un ejemplo de ello.
La alta sociedad
mexicana no estaba preparada para formar parte de una corte imperial. Ni
siquiera Juan Nepomuceno Almonte -hijo del insurgente José María Morelos-,
nombrado gran chambelán de la corte, pudo cumplir con ciertos detalles de
protocolo. El día que llegaron los emperadores a Veracruz, el 28 de mayo de
1864, debía estar en el puerto listo para recibirlos, y sin embargo, muy a la
usanza mexicana, llegó tarde.
Ángel de Campo
ofrece una mirada sobre este tema en un artículo publicado en El Universal el 14 de abril de 1896 en
el que subraya la incompatibilidad del mexicano con el reloj.
El tenemos tiempo... es una de las fórmulas más breves
pero más expresivas de este buen pueblo mexicano, pueblo de lentitudes y de
indolencias.
Aquí se adelantan los relojes cinco minutos, no para llegar antes a la
cita sino para robarse esos trescientos segundos de dulce far niente; en
las escuelas se conceden esperas al profesor, y si la cátedra no ha concluido
anticipadamente se corta el discurso a toque de campana; se llega a las
oficinas, a los despachos, a los bufetes, donde quiera, con algunas fracciones
de hora de retardo, pero eso sí, se abandonan la misma porción de tiempo antes
del plazo que marca el reglamento.
No hay, pues, relojes que valgan para nosotros; somos así, a ello nos
hemos acostumbrado (…) Somos partidarios del último instante
y del último toque y del último aviso.
(…) se oye misa de doce y cuarto porque es la última, metiendo codazos
y con suspiros de sofocación, no sin decir por lo bajo: ¡al fin vale desde el
evangelio!; se entra al teatro cuando ya Fausto comienza a maldecir la vejez, y
al concierto cuando el andante a
la sordina se pierde en un rumor celestial (ruido de sillas, risas, ceceos) (…) por
esta convicción de raza, hereditaria, congénita, como un vicio de conformación, que
asoma a nuestros labios en esta forma... Todavía tenemos tiempo... (…)
son
trasuntos de nuestro modo de ser en un siglo en el que no se anda sino se
vuela; en una época que el que no viaja en ferrocarril se trepa en una bicicleta;
se escribe con taquígrafo o en máquina; se habla por teléfono y se muere
repentinamente, y tenemos todavía valor de encararnos con el progreso y
decirle en la conversación y en el editorial y en el aula y en la tribuna...
—Espérate para que te alcancemos... ¡al fin tenemos tiempo! —nuestro
reloj social anda adelantado.
Por su parte Artemio de Valle-Arizpe
refiere una anécdota en la que intervienen destacados personajes de su época.
Recuerdo ahora que
(Amado) Nervo le dijo (a José F. Elizondo): -“Hombre, Pepe, ayer llegaste otra
vez tarde a la oficina. Ya supe que entraste corriendo en la Secretaría y que
te metiste de rondón en el elevador y allí, de manos a boca, te encontraste con
don Justo (Sierra), quien te reprochó sonriente: “Qué tarde viene usted a su
trabajo, amigo”, y que tú le dijiste muy azorado: “No, señor, el que llega
temprano al suyo es usted”.
Mucho tiempo
después Joaquín Antonio Peñalosa deja constancia que el tema mantiene vigencia.
La informalidad es
vicio nacional. Lo que tienen de bien hechos, lo tienen de incumplidos,
mecánicos, albañiles, pintores, fontaneros, costureras, toda la gama variopinta
de oficios y artesanías, y aún el gremio caudaloso de los profesionistas.
Se comprometen con
un trabajo, aceptan las condiciones, piden el inevitable adelanto y el trabajo
no sale a flote, atascado como está de retrasos y peripecias. "Dése una
vueltecita la semana entrante. Vamos a hacer todo lo posible. Mañana sin
falta". (…)
La impuntualidad
nos define, conforme el reloj nos estorba. El sentido del tiempo en el mexicano
consiste en que el tiempo no tiene sentido. Da lo mismo mañana que pasado, el
lunes que el martes, las siete o las ocho de la noche. "A ver cuándo, un
día de estos". La imprecisión no puede ser más precisa. La palabra "mañana"
nos brota a borbollones. Todo lo dejamos para mañana. Y como en verso de Lope
de Vega, "para lo mismo repetir mañana".
Si el
norteamericano, para quien el tiempo cobra un sentido económico, se ha
apropiado, como tantas otras cosas ajenas, el viejo refrán español "no
dejes para mañana lo que puedas hacer hoy"; el mexicano, para quien el
tiempo es ocio y anticipo de la eternidad, ha alterado el orden de la palabra
del refrán, es decir, el orden de las realidades: "No dejes para hoy, lo
que puedes hacer mañana".
Mansa tranquilidad
para ver las cosas; sin fiebres ni carreras, que "no por mucho madrugar
amanece más temprano" y “para qué dar tantos brincos estando el suelo tan
parejo”.
El mexicano no
siente el paso del tiempo como tampoco siente la distancia. Y puesto que lo
vive anchamente sin pruritos de relojes y calendarios, apenas nota la
diferencia entre noche y día. Por eso a cada momento se sorprende con éstas o
parecidas exclamaciones: “Pero si ya se hizo tarde, ya es mediodía, ya es
sábado, ya es noviembre". Toda una sorpresa descubrir la hora, el día, el
mes, el año en que se vive.
Es así como la impuntualidad
forma parte de la cultura nacional. El mismo Peñalosa profundiza en la
cuestión.
Las siglas
internacionales del "p.m." que el pueblo traduce "pasado
meridiano", nacionalmente significan "puntualidad mexicana", es
decir impuntualidad mexicana. (…)
Cuando uno llega a
tiempo a una fiesta, una junta, una cita cualquiera, se encuentra con que los
preparativos están a medias y los anfitriones desprevenidos.
"Llegó usted
muy temprano". Llegar a tiempo es una descortesía y una notoria falta de
educación. "En otras partes del mundo, pide disculpas quien llega tarde.
En México se excusa el que ha sido puntual".
Del propio Marco
A. Almazán, en su delicioso libro El
rediezcubrimiento de México, es esta otra sagaz observación.
"A usted, por
ejemplo, lo citan a las cinco de la tarde y a priori se hace el propósito de
llegar a las cinco y media, sabiendo que la persona que lo ha citado no llegará
antes de las seis. Y esta persona, al suponer que usted está pensando lo
anterior, decide llegar entre seis y media y siete. O sea, que de cualquier
manera uno de los dos tiene que soportar un plantón de una hora cuando menos. A
pesar de que ambos arriban deliberadamente con retraso. De ahí que las citas en
México se concierten de la forma más vaga posible: Te espero entre diez y once.
Nos vemos a la tardecita. Ven alrededor del mediodía. De esta manera ninguna de
las dos partes se compromete rígidamente, y ambas tienen un plazo bastante flexible
para llegar tarde. De cualquier modo, una de las dos llegará más tarde que la
otra, o sencillamente no llegará".
Es curioso,
mientras el mexicano es impuntual en lo formal, es puntualísimo en lo informal.
Lo único que empieza a tiempo en México son las corridas de toros, el fútbol y
el cine. Todo lo demás, el trabajo, las clases, la boda, las juntas de
negocios, las conferencias, todo va marcado con siglas de p.m.
Por otra parte
Germán Dehesa identifica algunas singularidades de las que está hecha la
imprecisión en el manejo del tiempo.
Elemento
importantísimo en este sistemático descuacharrangue de la lógica cartesiana y
el sentido racional de realidad es el manejo que los aguerridos aztecas hacemos
del tiempo. Frente al tiempo pragmático de horas, minutos y segundos propio de
los sajones, nosotros hemos concebido el vagaroso y poético tiempo mestizo
implícito en locuciones como las siguientes: “te veo en la tardecita”, “no
vuelvas muy noche, mijo”, “dése una vueltecita en unos diyitas”, “te hablo un
día de éstos”, “nueve o diez te caigo, o tirándole a las once”.
Esta marcada
ambigüedad tiene lugar también en lo que hace a las invitaciones y al respecto
dice Peñalosa:
-A ver qué día
vienes a comer a casa. (Son ganas de no invitar, porque no te precisan siglo,
año, mes, día y hora).
A lo que el
ingenuo invitado responde por las mismas:
-A ver cuándo. (…)
Y así pasan los
días y ruedan las noches del mexicano hasta desembocar en la muerte, después de
una vida entre relojes sin manecillas y calendarios sin hojas. A ver si hoy. A
ver si mañana. A ver cuándo.
No es posible pasar
por alto una unidad de tiempo que ha adquirido suma notoriedad, nos referimos
al ahorita que es analizado por
Dehesa.
De
todas estas desquiciantes expresiones hay una que merece mención aparte: “orita
vengo”. Es maravillosa. No compromete a nada y no significa nada, pero cumple
cabalmente con esa formal cortesía que supuestamente nos caracteriza. Todos la
hemos usado para abandonar una junta aburrida, para darle largas a un asunto
que no nos interesa o para dejar a los amigos colgados con la cuenta en
céntrico restaurante. Si además de decir “orita vengo” añadimos “no me dilato”
todos deben entender que, por lo menos, durante varios meses no nos volverán a
ver. Así le dijo a mi amiga Cuca su marido y coautor de las dos criaturas: “voy
por cigarros. Orita vengo. No me dilato”. Diez años después reapareció de lo
más formal y dispuesto a subsanar la falla. Fueron dos meses idílicos. Al cabo
de ellos, me la encuentro con el rostro descompuesto y me dice “ya se volvió a
ir”. Pues sí, le contesté, ha de haber ido por los cerillos.
Como no podía ser de otra manera
el humor se hace presente por medio de un chiste muy conocido.
Un señor encuentra en el bolsillo
de un saco que hacía mucho tiempo no usaba, el recibo correspondiente a unos
zapatos que había dejado seis años atrás para reparar y a los que había
olvidado recoger.
Con mucho escepticismo respecto a
la posibilidad de reencontrarse con aquellos zapatos, llamó por teléfono a la
zapatería y le respondieron:
-¿Eran unos zapatos negros a los
que había que cambiarle la suela?
-Sí, esos mismos.
-No se preocupe, la próxima semana
ya van a estar prontos.
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