martes, 19 de noviembre de 2013

La vida en los mercados

Desde hace muchos años desempeño mi trabajo en muy diversas ciudades y localidades por diferentes rumbos del país. Al iniciar mis viajes uno de mis maestros de referencia me sugirió que cuando llegara por primera vez a una población no dejara de ir al mercado para conocer algo de sus gentes, de su idiosincrasia, de sus producciones, de sus alegrías y de sus tristezas. Ello me permitiría -añadía mi maestro- saber con quiénes estaba trabajando. Sus consejos subrayaban la condición de que viviera esos mercados desde una mirada libre de prejuicios (o como diría Janusz Korczak con los ojos libres de las telarañas de la rutina).
 
Y es que México tiene vocación de tianguis y ésta le viene del pasado remoto. José N. Iturriaga retoma el asombro de la crónica de Bernal Díaz del Castillo a este respecto.
 
El más famoso y destacado cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, soldado de Hernán Cortés, hace minuciosas descripciones del mercado de Tlatelolco, en la capital mexica, y de los cotidianos banquetes que le servían al emperador Moctezuma II, lo cual permite asomarnos a las mesas de muy diferentes clases sociales. Con relación al primer asunto, hemos seleccionado algunas citas de su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España:

Desde que llegamos a la gran plaza, que se dice TIatelolco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había […] Pasemos adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres y yerbas. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada [guajolotes], conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas [por supuesto, para comer] […] y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como muéganos […] Pues pescaderas y otros que vendían unos panecillos que hacen de una como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes de ello que tienen un sabor a manera de queso [aquí Bernal se refiere al ahuautle o hueva de mosca acuática, que desova sobre el agua ese caviar, hoy cada vez más escaso].
 
En los murales de Palacio Nacional, Diego Rivera dejó su versión de estos mercados prehispánicos que tuvieron tantas similitudes con los actuales.
 
Gonzalo Celorio presenta una extraordinaria descripción del mercado que queda por sus rumbos de Mixcoac y que provoca a los diversos sentidos con sus colores, aromas, texturas, sonidos. “El mercado se oye: los que invitan a comprar, pásele marchante, ¿va a querer aguacate?, ¿qué va a llevar?, y los que todavía pregonan el gas, el agua, la miel de colmena. Y los discos de música ranchera o guapachosa que a todo volumen se anuncian a sí mismos.” Los mercados ajustan su vida propia de acuerdo al calendario festivo y el de Mixcoac, de acuerdo con Celorio, no es excepción alguna.
 
En la época navideña, que año con año hace sus vísperas más dilatadas por aquello de que «La Navidad es la venganza de los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo», según reza el aforismo de Edmundo O'Gorman, la calle de Tiziano alberga una abigarrada sucesión de puestos de esferas y de luces para los árboles de Navidad, de figuras de nacimiento de muy desiguales tamaños entre las que los niños Jesús, cuestión de jerarquías, son más grandes que las vírgenes que los parieron, como si el misterio de la madre virgen no fuera suficiente, de musgo y de heno y de portales y, en alternancia con los nacimientos y toda su parafernalia, los santacloses de plástico y los renos y los trineos en la calurosa altiplanicie mexicana.
Después de Navidad, cuando uno todavía no está repuesto de tantos festejos acumulados -porque en la ciudad de México sí hay carnaval, cómo no, aunque dura los cuarenta días que dura la cuaresma, desde el 10 de diciembre hasta el 10 de enero-, adviene la gran venta del juguete para la noche de los Reyes Magos. Desde tres días antes, la calle se llena de bicicletas, de carritos, de muñecas, y la industria del juguete electrónico, con sus sonoridades de ráfaga y su agresividad de ametralladora láser e intergaláctica, desplaza año con año a los juguetes tradicionales de trapo, vidrio o madera: el balero, el trompo, el yo-yo y las canicas, cuyas temporadas configuraban las cuatro estaciones de los años de mi infancia.
Después de Reyes, la calle toda se convierte en una sastrería celestial donde se visten niños dioses para la fiesta de la Candelaria. Los que han sufrido lastimaduras en codos, dedos o rodillas se someten al quirófano de los restauradores y todos estrenan sus ropones albos de encaje y sus huarachitos de cuero, sus resplandores de hojalata y se sientan, por primera vez, en sus sillitas faraónicas de palo.
Y de ahí hasta septiembre, cuando el mercado celebra las fiestas patrias con banderas mexicanas de todos los tamaños, que se desplazan en sus carros de madera como si la patria fuera de juguete, tan íntima y tan suave como la quería López Velarde; y con nuestros héroes de independencia estampados en bandas tricolores de plástico: Hidalgo un poco asustado, Allende sonriente y valeroso, la Corregidora, siempre de perfil, enigmática como la luna.
Después, a finales de octubre, la celebración de los muertos: las flores de cempasúchil, las calaveritas de azúcar en espera de su nombre, los anafres con incienso y copal, los dulces de ocasión: la calabaza en tacha, el camote, los higos... todo en alternancia con el pujante Halloween y sus máscaras de monstruos de televisión y sus brujas de mentira.
Hasta que vuelve la Navidad con sus dulces de colación y sus piñatas, las cañas, las limas, las mandarinas, los perones y los cacahuates de a montón.
De marzo a agosto no hay otra fiesta que los mangos. Los mangos petacones primero, verdes, para comerlos con su salecita, su limoncito y su chilito piquín, y los portentosos mangos de Manila después, que son el mejor invento de Dios y prueba irrefutable de su existencia.
Las celebraciones del mercado llegan hasta mi casa y se meten por puertas y ventanas. En Navidad oigo los villancicos españoles y El niño del tambor hasta perder el espíritu navideño. La noche de Reyes no puedo salir de casa porque los juguetes llegan hasta mi puerta y la clausuran, al menos por esa noche de regateo y de bochinche. Los días de muertos chicos y de muertos grandes llega hasta la cocina el olor del copal y todo lo que en ella se prepara necesariamente se vuelve ofrenda.

Además de los mercados situados en lugares que fueron construidos para tal fin, están los tianguis sobre ruedas a cuya instalación alude José Joaquín Blanco.
 
(…) en Pachuca y Agustín Melgar (…) un centenar de hombres vacían camiones de carga y empiezan a montar un “mercado sobre ruedas”, tan nostálgico de esencias rurales y nacionalistas. Se descargan primero cantidades de tubos armables (pintados, ¡oh! de rosa mexicano) que hombres (…) emplayerados y entenisados (…) distribuyen, atornillan, atan rápidamente como si jugaran al mecano, hasta construir puestecillos y techarlos con tela (también rosa mexicano).
                                                                      
El reconocido poeta chileno Pablo Neruda, quien vivió una temporada en México, no fue ajeno a su seducción.

Porque México está en los mercados. No está en las guturales canciones de las películas, ni en la falsa charrería de bigote y pistola. México es una tierra de vasijas y cántaros y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos. México es un campo infinito de magueyes de tinte azul acero y corona de espinas amarillas.
Todo esto lo dan los mercados más hermosos del mundo. La fruta y la lana, el barro y los telares, muestran el poderío asombroso de los dedos mexicanos fecundos y eternos. 

Al decir de Salvador Novo, “un mercado retrata el estómago nacional, de lo que se alimenta el mexicano, lo que lo nutre y lo que le da la diversidad y el sabor”.

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