Desde hace muchos años desempeño mi
trabajo en muy diversas ciudades y localidades por diferentes rumbos del país.
Al iniciar mis viajes uno de mis maestros de referencia me sugirió que cuando
llegara por primera vez a una población no dejara de ir al mercado para conocer
algo de sus gentes, de su idiosincrasia, de sus producciones, de sus alegrías y
de sus tristezas. Ello me permitiría -añadía mi maestro- saber con quiénes
estaba trabajando. Sus consejos subrayaban la condición de que viviera esos
mercados desde una mirada libre de prejuicios (o como diría Janusz Korczak con
los ojos libres de las telarañas de la rutina).
Y es que México tiene vocación de
tianguis y ésta le viene del pasado remoto. José N. Iturriaga retoma el asombro
de la crónica de Bernal Díaz del Castillo a este respecto.
El más famoso y
destacado cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, soldado de Hernán
Cortés, hace minuciosas descripciones del mercado de Tlatelolco, en la capital
mexica, y de los cotidianos banquetes que le servían al emperador Moctezuma II,
lo cual permite asomarnos a las mesas de muy diferentes clases sociales. Con
relación al primer asunto, hemos seleccionado algunas citas de su Historia verdadera de la conquista de la
Nueva España:
Desde que llegamos a la gran plaza, que se dice
TIatelolco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud
de gente y mercaderías que en ella había […] Pasemos adelante y digamos de los
que vendían frijoles y chía y otras legumbres y yerbas. Vamos a los que vendían
gallinas, gallos de papada [guajolotes], conejos, liebres, venados y anadones,
perrillos y otras cosas [por supuesto, para comer] […] y también los que
vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como muéganos […] Pues
pescaderas y otros que vendían unos panecillos que hacen de una como lama que
cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes de ello que tienen un
sabor a manera de queso [aquí Bernal se refiere al ahuautle o hueva de mosca
acuática, que desova sobre el agua ese caviar, hoy cada vez más escaso].
En los murales de Palacio Nacional,
Diego Rivera dejó su versión de estos mercados prehispánicos que tuvieron
tantas similitudes con los actuales.
Gonzalo Celorio presenta una
extraordinaria descripción del mercado que queda por sus rumbos de Mixcoac y
que provoca a los diversos sentidos con sus colores, aromas, texturas, sonidos.
“El mercado se oye: los que invitan a comprar, pásele marchante, ¿va a querer
aguacate?, ¿qué va a llevar?, y los que todavía pregonan el gas, el agua, la
miel de colmena. Y los discos de música ranchera o guapachosa que a todo
volumen se anuncian a sí mismos.” Los mercados ajustan su vida propia de
acuerdo al calendario festivo y el de Mixcoac, de acuerdo con Celorio, no es
excepción alguna.
En la época
navideña, que año con año hace sus vísperas más dilatadas por aquello de que «La Navidad es la venganza de
los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo», según reza el
aforismo de Edmundo O'Gorman, la calle de Tiziano alberga una abigarrada
sucesión de puestos de esferas y de luces para los árboles de Navidad, de
figuras de nacimiento de muy desiguales tamaños entre las que los niños Jesús,
cuestión de jerarquías, son más grandes que las vírgenes que los parieron, como
si el misterio de la madre virgen no fuera suficiente, de musgo y de heno y de
portales y, en alternancia con los nacimientos y toda su parafernalia, los santacloses
de plástico y los renos y los trineos en la calurosa altiplanicie mexicana.
Después de
Navidad, cuando uno todavía no está repuesto de tantos festejos acumulados -porque
en la ciudad de México sí hay carnaval, cómo no, aunque dura los cuarenta días
que dura la cuaresma, desde el 10 de diciembre hasta el 10 de enero-, adviene
la gran venta del juguete para la noche de los Reyes Magos. Desde tres días
antes, la calle se llena de bicicletas, de carritos, de muñecas, y la industria
del juguete electrónico, con sus sonoridades de ráfaga y su agresividad de ametralladora
láser e intergaláctica, desplaza año con año a los juguetes tradicionales de
trapo, vidrio o madera: el balero, el trompo, el yo-yo y las canicas, cuyas
temporadas configuraban las cuatro estaciones de los años de mi infancia.
Después de Reyes,
la calle toda se convierte en una sastrería celestial donde se visten niños
dioses para la fiesta de la
Candelaria. Los que han sufrido lastimaduras en codos, dedos
o rodillas se someten al quirófano de los restauradores y todos estrenan sus
ropones albos de encaje y sus huarachitos de cuero, sus resplandores de
hojalata y se sientan, por primera vez, en sus sillitas faraónicas de palo.
Y de ahí hasta
septiembre, cuando el mercado celebra las fiestas patrias con banderas
mexicanas de todos los tamaños, que se desplazan en sus carros de madera como
si la patria fuera de juguete, tan íntima y tan suave como la quería López Velarde;
y con nuestros héroes de independencia estampados en bandas tricolores de
plástico: Hidalgo un poco asustado, Allende sonriente y valeroso, la Corregidora , siempre
de perfil, enigmática como la luna.
Después, a finales
de octubre, la celebración de los muertos: las flores de cempasúchil, las
calaveritas de azúcar en espera de su nombre, los anafres con incienso y copal,
los dulces de ocasión: la calabaza en tacha, el camote, los higos... todo en alternancia
con el pujante Halloween y sus máscaras de monstruos de televisión y sus brujas
de mentira.
Hasta que vuelve la Navidad con sus dulces de colación
y sus piñatas, las cañas, las limas, las mandarinas, los perones y los
cacahuates de a montón.
De marzo a agosto
no hay otra fiesta que los mangos. Los mangos petacones primero, verdes, para
comerlos con su salecita, su limoncito y su chilito piquín, y los portentosos
mangos de Manila después, que son el mejor invento de Dios y prueba irrefutable
de su existencia.
Las celebraciones
del mercado llegan hasta mi casa y se meten por puertas y ventanas. En Navidad
oigo los villancicos españoles y El niño
del tambor hasta perder el espíritu navideño. La noche de Reyes no puedo
salir de casa porque los juguetes llegan hasta mi puerta y la clausuran, al menos
por esa noche de regateo y de bochinche. Los días de muertos chicos y de
muertos grandes llega hasta la cocina el olor del copal y todo lo que en ella
se prepara necesariamente se vuelve ofrenda.
Además de los mercados situados en
lugares que fueron construidos para tal fin, están los tianguis sobre ruedas a
cuya instalación alude José Joaquín Blanco.
(…) en Pachuca y
Agustín Melgar (…) un centenar de hombres vacían camiones de carga y empiezan a
montar un “mercado sobre ruedas”, tan nostálgico de esencias rurales y
nacionalistas. Se descargan primero cantidades de tubos armables (pintados,
¡oh! de rosa mexicano) que hombres (…) emplayerados y entenisados (…)
distribuyen, atornillan, atan rápidamente como si jugaran al mecano, hasta
construir puestecillos y techarlos con tela (también rosa mexicano).
El reconocido poeta chileno Pablo
Neruda, quien vivió una temporada en México, no fue ajeno a su seducción.
Porque México está
en los mercados. No está en las guturales canciones de las películas, ni en la
falsa charrería de bigote y pistola. México es una tierra de vasijas y cántaros
y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos. México es un campo infinito
de magueyes de tinte azul acero y corona de espinas amarillas.
Todo esto lo dan
los mercados más hermosos del mundo. La fruta y la lana, el barro y los
telares, muestran el poderío asombroso de los dedos mexicanos fecundos y
eternos.
Al decir de Salvador Novo, “un mercado
retrata el estómago nacional, de lo que se alimenta el mexicano, lo que lo
nutre y lo que le da la diversidad y el sabor”.
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