En una suerte de torre de Babel las diversas profesiones
y oficios han desarrollado su propio lenguaje. Lo usual es manejarse con
solvencia en el propio campo laboral y con ignorancia respecto a los otros. Ahora
bien, existen sospechas fundadas en cuanto a que el uso del lenguaje pudiera ser
una forma de discriminación; a ello se refiere Álex Grijelmo.
Todas las profesiones generan cierta
jerga, que no está mal si se usa entre afines.
El problema se produce cuando la jerga
de unos pocos se traslada al público al que deben dirigirse. Así nos sucede con
los políticos, los jueces, los médicos... Nos hablan como si fuéramos uno de
ellos...
No, realmente no nos hablan como si
fuéramos uno de ellos. Nos hablan así para que nos demos cuenta de que no somos
uno de ellos. De que son superiores a nosotros, pues dominan unas palabras que
a los demás nos resultan ajenas.
Por supuesto que la especialización en ciertas áreas del
conocimiento requiere una terminología particular pero en muchos casos se llega
a la exageración. Pío Baroja señala un ejemplo de ello.
Dar nombre científico a hechos o a
modos de ser sin añadirles nada es cosa que no vale la pena.
-¿A usted le gusta el azúcar?
-Sí.
-Pues usted es sacarófilo. ¿A usted no
le gusta el azúcar?
-A mí, no.
-Pues usted es sacarófobo.
Usar nombres pseudocientíficos en vez
de nombres vulgares y corrientes es el sistema lombrosiano, sistema que no
añade nada a la idea y no hace más que cambiar las palabras del diccionario.
Son los médicos quienes llevan la ventaja en cuanto al
desarrollo de un código expresivo propio, tal como señala Álex Grijelmo.
Uno le dice al médico que le duele a
uno la cabeza, y el médico le responderá a uno que entonces uno sufre «una
jaqueca». Y si le cuenta usted que se ha caído por las escaleras y tiene golpes
en todo el cuerpo le diagnosticará «un politraumatismo». También puede acudir a
él porque siente el malestar general que causa una gripe (o gripa, en algunos
países de América) y en tal caso le precisará que padece «un proceso gripal».
Pero si sólo tiene fiebre resolverá que está afectado por «un cuadro febril».
Tal vez le convenga a usted hacerse un análisis, y así le enviará a otro
servicio para que le practiquen «una analítica». Por supuesto, si le vuelven
loco no será un loco, sino un «enfermo psiquiátrico», pero no irá a un
manicomio, que ya no existen porque han adquirido la categoría de «hospital».
No tendrá usted una enfermedad, sino
una «patología». Si está moribundo, Dios no lo quiera, le dirán que «ha entrado
en fase terminal», y si un accidentado sufrió lesiones mortales el médico
decidirá que eran «lesiones incompatibles con la vida».
Pero también es verdad que uno se
tranquiliza más si en vez de un tumor sufre «un proceso tumoral».
No deja de tener un arte todo eso. Lo
que todos llamamos de una manera llana adquiere en el lenguaje médico la
solemnidad que dan las palabras científicas. Para que comprendamos su sapiencia,
y nos muramos más a gusto.
El mismo Grijelmo abunda en otros ejemplos.
Dejaré de lado expresiones como ésa
del by-pass, que tanto les gusta,
porque entiendo que ustedes no recuerden la existencia de circunvalaciones,
desvíos o rodeos (se ve que siempre van directos al grano, sobre todo los
dermatólogos). Esas son palabras que emplearía cualquier ignorante en medicina
para explicar que ante el atasco en una arteria hay que ir por una vía alternativa.
Y obviaré esto de las «lesiones severas» que ponen en los partes, como si las
heridas fueran muy estrictas en su juicio. Voy a referirme sólo a los
trasplantados de corazón. Un amigo se trasplantó una vez de corazón, porque se
enamoró de otra. Pero no le cambiaron ninguna víscera. Los demás, los
pacientes, seguimos creyendo que lo que se trasplanta es el corazón; como las
plantas se mudan de sitio y, por tanto, se trasplantan. Pero en el lenguaje
peculiar de ustedes parece que los trasplantados son los enfermos (o sea, los
receptores), que van de un corazón a otro, «trasplantados de corazón».
Sin embargo hay ocasiones en que los propios galenos desconocen
el origen de alguno de los usos y costumbres de su práctica profesional; a ello
se refiere José Ignacio de Arana.
Cuando el médico va a prescribir los
medios curativos traza un signo que la mayoría de las veces ni él mismo sabe lo
que representa. Es algo parecido a una R que encabeza la receta. Otras veces
se ha sustituido –y así aparece ya impreso en las recetas de la Seguridad Social-
por una D o por Dp. Estos extraños signos los vienen realizando
los médicos desde los griegos clásicos y aun antes como vamos a ver.
Los médicos egipcios tenían a Horus como
su dios protector. Horus era el dios halcón y se le representa en escritura
jeroglífica como un ojo sostenido por dos rayos en ángulo que asemejan las
patas del ave (...). Estos médicos colocaban siempre el signo de Horus al
comienzo de sus prescripciones para así invocar el favor de la divinidad.,
Cuando los eruditos griegos, siguiendo a Herodoto, descubren la sabiduría
egipcia, se ha perdido la noción del significado de los jeroglíficos pero los
médicos griegos observan que sus colegas del país del Nilo siguen encabezando
sus recetas con el extraño símbolo y lo toman para sí intuyendo que debe de
tener un significado sagrado. Pasa el tiempo y ahora serán los médicos
medievales quienes encuentren los escritos griegos y adopten el signo del ojo,
aunque ellos lo interpretan erróneamente como una R. Dado que por
entonces las recetas y todos los textos médicos se escribían en latín, aquella
letra se hace representar a la palabra Recipe, entréguese,
dirigida al boticario que ha de elaborar el medicamento. Mucho después de
perderse el latín como lengua médica ha seguido utilizándose esta inicial que
luego se ha sustituido por la D
de despáchese, más acorde con el actual procedimiento de obtención de
los medicamentos en las farmacias. Pero con todas las vueltas y revueltas que
ha ido dando su significado, todavía podemos decir que los médicos siguen
poniendo al frente de sus recetas la invocación al dios egipcio.
Las complejidades terminológicas parecieran aportar solemnidad,
tal como lo señalan I. Mc. Dermott y J. O’Connor. “Una
calificación médica, sobre todo si es un término complicado en latín,
proporciona a la enfermedad un aire de respetabilidad que tal vez no merezca.
El diagnóstico de sonido más rimbombante puede ser, simplemente, una
descripción taquigráfica de la dolencia en una lengua muerta.”
Una vez más recurrimos a Álex Grijelmo para que no se
entiendan estas consideraciones como un reclamo al Honorable Cuerpo Médico. Mal
haríamos porque en estas prácticas reside parte de su seguridad profesional.
Atención, señores médicos. Ya sé que
ustedes hablan como mejor les place, que para eso son muy suyos. Y uno, que
también es muy suyo (o sea, para servirles a ustedes, señores lectores), no
pretende cambiar sus costumbres (las de los médicos). Si ustedes hablaran de
modo que les entendiéramos y si además escribiesen las recetas con letra
legible, dejarían de parecernos tan misteriosos y seguramente perderían
seguridad en sí mismos. Y yo no quiero que pierdan el aplomo, porque lo
importante es que cuando le cuiden a uno estén seguros de lo que hacen.
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