Los cronistas e
historiadores del siglo XVI, sin que ninguno disienta, se muestran acordes y emocionados
ante las manos industriosas de los indios, manos inteligentes y silenciosas que
supieron arrancar de la materia dura y arisca, perdurables destellos de vida y
color.
Don Juan de
Palafox y Mendoza escribe en ese pequeño gran Libro de las virtudes del indio que "tienen grandísima
facilidad para aprender los oficios, porque en viendo pintar, a muy poco tiempo
pintan; en viendo labrar, labran; y con increíble brevedad aprenden cuatro o
seis oficios. En la obra de la Catedral trabajaba un indio que le llamaban Siete
Oficios, porque todos los sabía con eminencia. Yo no dudo que aventajen a todas
las naciones en hacer cosas con tal brevedad y sutileza".
El oficio de artesano ha llevado con
mucha dignidad el paso del tiempo al combinar la sabiduría de lo ancestral con
la valentía de la innovación. En relación a ello señala Peñalosa
Cuanto aquellos
varones dijeron hace siglos, continúa siendo válido para el artesano de ahora.
El mexicano lleva
por herencia o por naturaleza, ese poder de transformación, esa capacidad creativa,
esa flexibilidad y finura de unas manos mágicas, sensibles y hacendosas.
Ningún material es
pobre y refractario cuando esas manos lo tocan. El barro espeso, el cartón
opaco, la rama de árbol, el hirsuto ixtle, el vidrio quebradizo, la liviana
paja, cualquier materia por oscura y deleznable que parezca, en las manos del
artesano habla y esplende, como una voz o como una llama. Efímera y eterna.
Pero no son las
manos solas, ellas al fin un instrumento inútil si no estuvieran al servicio de
la imaginación y la fantasía.
Cuando un pueblo,
en medio del caos, todavía puede soñar, señal que está vivo.
(…) La dicha de
vivir, la plenitud espiritual se desborda por estas artes populares, pequeñas
de apariencia, humildes de cuna, ricas de significados humanos y artísticos.
Puede que exista pero aún no lo
conozco. Me refiero a esa ciudad, pueblo, localidad de México en la que no se
encuentre un mercado de artesanías. Hay acuerdo que en este rubro el sur es más
próspero que el norte (aun cuando allí también
se hacen maravillas), sin embargo a lo largo y ancho del territorio nacional es
posible apreciar extraordinarios trabajos en metal, madera, textil, vidrio,
cerámica, etc.
Es muy difícil cotizar en su justa
medida el trabajo del artesano. ¿Qué contempla el pago realizado? ¿La belleza
del producto, la sabiduría del artista, la materia prima utilizada, las horas
que insumió...? Existe la costumbre del regateo (término hecho como a medida
para iluminar el concepto al que alude). El regateo habitual consiste en que
una vez que conoce el primer precio, el cliente pregunta: ¿cuánto es lo menos?,
¿cuál es el último precio? Este intercambio es de rutina por lo que el artesano
suele tenerlo contemplado en su primer precio. Tan es así que Beatriz Sarlo
comenta una experiencia que tuvo en otras regiones pero que aplica a lo que
venimos considerando.
(...) en los mercados, el
proceso de compra-venta tenía un implacable formalismo en varios pasos: oferta,
precio, regateo, falsa retirada del comprador, nuevo regateo, falso enojo del
vendedor, regateo final, acuerdo de precio. Una vez, en un pueblo de
Cochabamba, cansada de una larga conversación, desistí de la compra. Se trataba
de una canasta de higos y quesos, algo que íbamos a consumir allí mismo. La
vendedora, en tono altanero, me dijo: “Lléveselos pues, pero aprenda a
comprar”.
Por
cierto que este
formato ha sido adoptado por las grandes casas comerciales que marcan el precio
al producto y allí mismo aplican el porcentaje de descuento y remarcan con su
último precio. Nada nuevo bajo el sol.
Pero también existe un regateo de mala
entraña. Me refiero a aquel en que el comprador al percibir la necesidad de
vender que tiene el artesano lleva la negociación a un precio final muy por
debajo del costo real del producto en cuestión. Esta actitud subestima el valor
del producto que en sí mismo expresa una labor muy cuidadosa; ejemplo de ello
es una nota de Arturo Jiménez que describe la labor de una artesana de rebozos.
Reyna Martínez
Cayetano, cuya comunidad (San Pedro Cajonos) se ubica en la sierra norte de
Oaxaca, cuenta que ahí se hacen rebozos, huipiles, blusas, bufandas y joyería
con seda, además de otras manualidades, como alebrijes. Dice que las técnicas
para los rebozos son ancestrales, que las aprendió de su madre y que incluyen
la crianza de gusanos, el hilado con máquina de pedal o con malacate, el tejido
en telar de cintura y el teñido con tintes naturales. (...)
Los gusanos de
seda se crían durante mes y medio en estantes o charolas, y debe cuidarse que
no se los coman hormigas, pájaros o arañas. A los gusanos se les da de comer
tres o cuatro veces al día hojas del árbol de mora, que también siembran en la
comunidad.
El gusano pega en
hojas de encino su capullo de seda, del que desenredan el hilo. Tras una semana
sale del capullo una mariposa, la cual pone jebecillos, de los que nacerán
nuevos gusanos. Tras poner los jebecillos la mariposa muere.
Tras el hilado,
viene el tejido, al que se le hace el flequillo o rapacejo mediante nudos con
figuras. Queda un rebozo de tono blanco, que luego se pinta con colores
naturales, de corteza de árboles o flores, sin dibujos. Entre el hilado, el
tejido, el rapacejo y el teñido, se llevan más o menos un mes trabajo por
rebozo. (...)
El rebozo es una
prenda de vestir característica de México, así como la pashmina de la India o los mantones de
Manila o de España. Aunque hay especialistas que afirman que, pese a no ser tan
conocido en el mundo como las prenda mencionadas, el rebozo llega a tener mayor
complejidad y calidad en su elaboración.
No falta el comprador que en lugar de
avergonzarse de su denigrante regateo expresión de desprecio hacia el valor del
trabajo artesanal, presume del gran negocio que hizo. La desvergüenza en
acción.
Por supuesto que también existe el
abuso de la parte vendedora. Conocida es la existencia de vendedores en los
alrededores de las zonas arqueológicas que ofrecen copias de piezas prehispánicas.
Su habilidad como merolicos es tal que el desprevenido turista acaba pagando
por ello una pequeña fortuna y se va muy feliz por haber adquirido una pieza
auténtica. Y es que a la hora del regreso a su lugar de origen, tal como lo
afirma Joaquín Antonio Peñalosa, los
turistas quieren llevarse una parte de México.
En el equipaje de
los turistas que regresan a su país, jamás falta una generosa dotación de estos
objetos mal llamados folklóricos, por el desprestigio que va teniendo esta
etiqueta.
El extranjero
busca lo diferente. Es decir, aquello que nos es propio. Por eso busca nuestras
artesanías, que reflejan el fulgor y el colorido de México, sus dignas y fieles
embajadoras. Esas cajas de maderas incrustadas, esos pájaros de tornasoles
vidrios soplados, esas máscaras hieráticas de hoja lata, esos rebozos de seda
que caben por un anillo.
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