El Imperio de Maximiliano ha sido
objeto de muchos estudios de carácter histórico y político que analizan su
origen, desarrollo y caída.
La atención de los estudiosos ha
detenido también en la personalidad de Maximiliano. Otro tanto ha sucedido con
su esposa Carlota, personaje que por muchos motivos se vuelve interesante. Por
supuesto que como suele acontecer en estos casos no fueron pocos quienes
quisieron por todos los medios lograr acercamientos con esta aristocracia de importación;
Roberto Blanco Moheno proporciona un ejemplo de ello. “(...) Esta nuestra
grotesca ‘sociedad’ ya es célebre en el mundo, aunque tal celebridad sea más
triste que la de doña Romualda Rodríguez de la Fuente y de la Reguera de Sánchez de
Tagle, que dispuesta a ser muy de sociedad, allá en Morelia, le preguntó al
buen hombre de Maximiliano, cuando su Imperio de opereta: ‘¿Y cómo está
Carlotita?’.”
La labor social de Carlota fue intensa
y Refugio Bautista Zane alude a ello. "Se vestía de campesina cuando visitaba a
los pobres. Entre otras obras de beneficencia, fundó la Casa de Maternidad e
Infancia, por lo cual pronto fue llamada Mamá Carlota". Por su parte María
del Pilar Montes de Oca Sicilia traza una semblanza de ella.
María Carlota
Amelia Victoria Clementina Leopoldina (1840-1927) era hija de Leopoldo I,
príncipe de Sajonia-Coburgo y rey de Bélgica, era prima de la reina de
Inglaterra y del conde de París, y hermana del duque de Brabante, conquistador
del Congo, reconocido por su astucia, su inclemencia y su sangre fría. Vamos,
era un noble de verdad; una princesa en toda la extensión de la palabra. Pero
tuvo a mal casarse en 1857,
a los escasos 17 años de edad, con el gran amor de su
vida, el archiduque de Austria, príncipe de Hungría, de Bohemia y Lorena y
conde de Habsburgo: Fernando Maximiliano José (1832-1867). Y éste, a su vez,
tuvo a mal aceptar el trono de México en 1864, bajo el Convenio de Miramar,
cuando Napoleón III decidió invadir el territorio mexicano al enterarse de que
Juárez suspendería el pago de la deuda externa.
Y ahí empezó la
desdicha de ambos: Maximiliano fue mandado fusilar por Juárez en Querétaro,
tres años después y Carlota transformó su pena en locura pues en ella, la pena
se transformó en locura. Porque todos sabemos que Carlota se volvió loca y
vivió hasta los 87 años recluida y sola, la mayor parte del tiempo, en el
Castillo de Bouchout, en Bélgica.
Es así que con el paso del tiempo
Carlota manifestó síntomas de severos problemas mentales (tal vez hoy se diría
que tenía algunas características propias de enfermos bipolares). Muchos autores buscaron
esclarecer el origen de los males que la afligían. María del Pilar Montes de
Oca Sicilia enuncia algunas hipótesis.
Sin embargo, ¿cuál
fue la causa? Tal vez, y muy probablemente, el fusilamiento de su amado “güero”
a manos de los republicanos juaristas; aunque quizá también contribuyó el
pinolillo* que le comió las piernas
cuando llegó a Veracruz; la salmonela, que adquirió al poco tiempo de vivir en
el Castillo de Chapultepec y, sobre todo, el tener que tratar durante dos años
con un montón de damas de sociedad advenedizas, que se creían nobles o
intentaban serlo, se vestían de forma cursi y recargada, imitaba todo lo
extranjero y afrancesado –tal y como hoy la clase alta emula todo lo gringo-,
hablaban una lengua que ella no entendía y que, tarde tras tarde, a la hora del
té, sopeaban el pan en el chocolate, haciendo ruidos zoológicos y dejando en su
vajilla de porcelana unos grumos repugnantes.
Pero las consideraciones en torno al
origen de este padecimiento han sido variadas. Alejandro Rosas retoma las
especulaciones realizadas por Concha Lombardo de Miramón.
(…) Concha
Lombardo de Miramón había descrito lo que, a su juicio, originó la locura de
Carlota. “Probablemente los grandes estudios que había hecho y que son
superiores a la capacidad de la mujer, lastimaron su cerebro unido esto a su
grande orgullo, al ver que se desplomaba el trono en que había subido, determinaron
la completa descomposición de su naturaleza y perdió el juicio”.
Por otra parte el prestigioso cronista
Egon Erwin Kisch también se interesó en
el tema.
La enfermedad
mental de que se vió atacada en México y en que acabó sus días la Emperatriz
Carlota (…) ha hecho que fuesen acusados como causantes de la locura toda una
serie de venenos.
Los motivos para el atentado, no
faltaban; más bien podría decirse que sobraban. Carlota preparaba su partida de
México en el verano de 1866, es decir, cuando ya el imperio de su marido
Maximiliano se hallaba irremisiblemente perdido, cuando el reembarco de las
tropas expedicionarias francesas era cosa decidida y el país entero estaba al
lado de Benito Juárez. La eliminación de la extranjera, que espoleaba a su
débil marido a resistir, prolongando con ello la guerra civil, tenía que ser
por fuerza ardientemente apetecida, ya desde antes, por los patriotas
mexicanos. Y ahora más que nunca, para quienes supiesen que se disponía a
cruzar el océano con la ambición de poner en pie de guerra nuevos ejércitos
extranjeros y lanzarlos a una nueva intervención sangrienta contra el pueblo de
México.
El veneno debió de
serle administrado poco antes de embarcar. El primer síntoma de locura se
manifiesta desde luego, en la ciudad de Puebla, donde Carlota se detiene a
pernoctar en su viaje al puerto veracruzano. En medio de la noche, despierta a
su servidumbre y se encamina con ella a la residencia del que fuera prefecto
imperial de aquella ciudad, trasladado ahora a Veracruz. La Emperatriz hace que le
abran las puertas de la casa vacía, recorre todas las habitaciones y retorna a
sus aposentos sin dar la menor explicación acerca de aquella extraña visita.
Tres días más tarde, el 13 de junio de 1866, ya en la pasarela del barco Impératrice
Eugénie que ha de conducirla a Europa, divisa la bandera francesa ondeando
en el mástil. Se niega a embarcar, se va corriendo a las oficinas de la
dirección del puerto y exige en un tono de extrema irritación que sea arriada
la bandera francesa y se icen los colores mexicanos. La complacen en su
petición y parte de México.
Dos días después de desembarcar en
tierras de Europa, su locura se manifiesta por síntomas todavía más acusados.
Durante su entrevista con Napoleón III, algunas de las personas que se pasean
por el parque de Saint Cloud, oyen sus gritos estridentes y alcanzan a
comprender estas palabras: “¡Sire, me han envenenado!” El 27 de septiembre, al
ser recibida en audiencia por el Papa, repite la misma acusación, pero ahora
dirigida contra Napoleón III. Al día siguiente, su coche se acerca a la puerta
del Vaticano; Carlota se baja de él, despide al cochero, sube volando las
escaleras, se arroja a los pies de Pío IX y le suplica que la deje pasar la
noche en el palacio pontificio, pues sólo allí se siente segura de los agentes
enviados por Napoleón para asesinarla. Todos los esfuerzos de alejarla por las
buenas o por las malas se estrellan contra su resistencia. Por último, no hay
más remedio que instalarle una cama en la biblioteca del palacio. Las actas en
que se registra este episodio, hacen constar que Carlota es la única mujer que
ha pernoctado jamás en el Vaticano. Los médicos que examinan su estado
dictaminan que Carlota se halla encinta.
Aquí hay otro tema sobre el que se
han hecho múltiples conjeturas. ¿Quién fue el padre del hijo de Carlota? El
hecho no sólo es relevante en tanto a la biografía de la emperatriz y Egon Erwin Kisch aborda la cuestión.
¿Psicosis de embarazo? La llevan
primero a Miramar y luego la instalan en su castillo de Bouchotte, cerca de
Bruselas. La corte rigurosamente moral de su hermano Leopoldo II de Bélgica,
rey rodeado de queridas, atribuye el estado de Carlota a la circunstancia
atenuante de que le administraron en México un estupefaciente, aprovechándose
luego de su inconsciencia para violarla. Se confía en que su psicosis
desaparecerá al terminar el embarazo.
El niño nace el 12 de enero de
1867. En las capitulaciones matrimoniales celebradas diez años antes, se había regulado
la herencia partiendo de la base de que Maximiliano se hallaba irremisiblemente
incapacitado para tener hijos. Los consejeros discuten ahora, sin embargo, si
será conveniente pasar al recién nacido por hijo legítimo de Maximiliano, que
permanece en México, completamente ajeno a aquel parto. Por último, deciden no
dar al niño el nombre de Maximiliano, sino un nombre equívoco, un poco cercano
a él, y le bautizan con el nombre de “Máximo”. Se le entrega para que lo adopte
a un notario llamado Weygand, en un pueblecillo de la frontera franco-belga.
Más tarde, es enviado a un Instituto Militar francés; las matrículas y el
equipo, corren de cuenta de la corte de Bruselas. Medio siglo después de su
nacimiento, en la primera guerra mundial, Máximo Weygand se ve convertido en
jefe del Estado Mayor de Francia. Su madre vive todavía y aun no se ha curado
de su locura. No se trataba, pues, de una psicosis de embarazo.
El tema también interesó al escritor
gallego Álvaro Cunqueiro quien enuncia una serie de suposiciones.
Como ustedes
saben, Maximiliano de Austria y Carlota de Bélgica se casaron enamorados y a
esta pareja -el proceso sería muy largo de explicar- le vino a caer sobre su
cabeza -sobre su corazón ambicioso también- la corona imperial de México. (…) Iba
mal el Imperio de México, e iba mal el matrimonio. Maximiliano y Carlota
llegaron a vivir separados, y sólo los unía la ambición, aquella fragilísima
corona imperial. Ninguno de los dos quería que una revuelta se la arrebatase de
la cabeza. Por eso André Castelot ha tenido razón al escribir la biografía de
esta pareja Maximiliano y Carlota. La tragedia de la ambición.
Pese a la desunión matrimonial, Carlota decide en la primavera de 1866 viajar a
Europa y pedir ayuda a Napoleón, a su cuñado el emperador de Austria, a
Bélgica... Pero, antes de regresar a Europa, da un paseo en barca por el lago
de Chapultepec, en una barca llena de flores, y acompañada de un oficial de la Corte Imperial.
Parece ser que es la única vez que han estado juntos. Pues después del viaje,
ya en palacio, algo sucede. Carlota regresa a Europa, sus peticiones de ayuda
son un fracaso, se refugia en el castillo de Miramar, en Trieste, el castillo
de la luna de miel de Maximiliano, y da a luz un niño. Ya Carlota está medio
loca, aunque todavía tiene ráfagas de lucidez. El niño va a ser inscrito en el
Registro, en Bruselas, como hijo de padres desconocidos. Llevará el apellido
del ama de cría que le estaba destinada antes mismo de que naciera: Weygand. El
niño será el generalísimo de los ejércitos franceses, Maxime Weygand. Que
Weygand era hijo de la emperatriz Carlota se confirma cuando la corte de
Bélgica le invita a asistir al entierro de la que fuera emperatriz de México, y
que había vivido en un castillo belga, durante más de medio siglo, en la locura
total. Pero, ¿y el padre?
Se hicieron
docenas de suposiciones, que al final hubieron de ser rechazadas. Se llegó
hasta suponer que Carlota se había ofrecido a un rebelde mexicano a cambio de
su ayuda. Novelerías. Un día, André Castelot, hablando con el rey Leopoldo III
de Bélgica, escucha de labios de éste la tajante afirmación:
-Weygand es hijo
del general Van der Smissen.
Una docena de
fotos muestra que Weygand era el vivo retrato de su padre. Que era el oficial
del paseo en barca por el lago. Todo pudo tener que ver con el asunto: la luna
que sale, una música que hace brotar de dos bocas al mismo tiempo la sonrisa,
una mano que por casualidad encuentra una mano... Y ella ya estaba de la
locura, desesperada. Castelot y los que se han preocupado de la pareja imperial
encuentran a la cuestión difícil explicación. Y yo, en cambio, lector de
erótica oriental, china y japonesa, se la encuentro fácil: el poder afrodisíaco
de un paseo en barca por las tranquilas aguas de un lago, a la luz de la luna.
Sin contar, añadiéndoles política al asunto, el problema de la sucesión
imperial. En una hora de locura Carlota habrá pensado en la necesidad del
heredero, del heredero que no sabía hacerle Maximiliano y ahora mismo tenía a
su alcance a aquel militar, pequeño de talla, muy perfumado, quien en su sueño
de loca se iría reduciendo de tamaño, hasta ser casi un niño, un niño que la
sonreía, la abrazaba, la llamaba mamá.
Ni se fijaba
Carlota en el bigotito de Van der Smissen. Tenía sobre ella aquel peso
dulcísimo, que la adormecía y la excitaba a la vez. Y pasó lo que pasó. Claro
que, insisto, con la preparación del paseo en barca por el lago.
El asunto no es de fácil
esclarecimiento ya que existen varias hipótesis. Guadalupe Rivera Marín, hija
de Diego Rivera, aporta la suya.
La rama familiar
de los Rodríguez ofreció a Diego Rivera muchos temas para sus comentarios,
sobre todo la vida de los tres hermanos de su abuela, Joaquín, Mariano y
Feliciano Rodríguez. Le atribuía a uno de ellos, al tío Feliciano Rodríguez,
coronel al servicio del Emperador, haber tenido relaciones amorosas con la
emperatriz Carlota y en consecuencia ser el padre del que posteriormente sería
héroe de la Primera
Guerra Mundial, el general Maxim Weygand, de quien se dice
fue hijo de la trágica princesa belga. A este respecto el pintor relata haberse
entrevistado en 1918 con el General; el encuentro ocurrió en el sur de Francia,
concretamente en Périgueux; el tío identificó al sobrino saludándolo con las
siguientes palabras: “Hombre Dieguito, eres tú. Ven a darme un abrazo... ¿Cómo
está tu madre, y Cesárea, tu tía? ¿Qué me dices de mi buen amigo Ramón Villar
García, su marido?”
Antes de sacar conclusiones conviene
aclarar que tan grande fue el reconocimiento a Diego Rivera en su calidad de
artista como en cuanto a ser muy fantasioso en muchos de los acontecimientos
que describía en sus frecuentes referencias autobiográficas.
* insecto muy pequeño que se mete en la piel por varios días causando
muchísima comezón. Es llamado así por su parecido con el polvo de pinole.
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