Los reencuentros con el pasado siempre
se las traen. Ver un álbum de fotos en que visualizamos nuevamente al niño,
adolescente, adulto joven que fuimos, no deja de suscitar emociones diversas
que, por supuesto, se hacen más tristes si es domingo por la tarde.
Volver a lugares que conocimos en otro
tiempo implica severas amenazas de desencanto. Vale correr el riesgo pero a
sabiendas de que los fantasmas pululan: “ya no es como era antes”, “en aquellos
tiempos era mucho mejor”…
Claro está que el reencuentro con amores
del pasado se cuece aparte. Por algo afirma el dicho que “segundas partes nunca
fueron buenas” aunque en esto también –como dicen los comerciales- aplican
restricciones y hay ocasiones en que la situación se convierte en un verdadero
e inesperado regalo de la vida. Pero por lo general las cosas no acontecen de
esta manera.
Amos Oz nos ofrece un relato a este
respecto.
Orna tenía unos
treinta y cinco años, más del doble que yo aquella noche. Y fue como ofrecer un
río de púrpura, carmesí y celeste, y perlas a un cochinillo que no sabe qué
hacer con todo ello y por tanto sólo coge y traga sin masticar y casi se ahoga de
tanta abundancia. Al cabo de unos meses dejó su trabajo en el kibbutz. No supe
adónde había ido. Años más tarde me enteré de que se había divorciado y casado
de nuevo, y de que durante algún tiempo tuvo una columna fija en una revista
femenina.
Y no hace mucho,
en Estados Unidos, después de una conferencia y antes de una recepción, entre
un círculo abarrotado de gente que preguntaba y discutía, de pronto se me apareció
Orna, con los ojos verdes, radiante, sólo algo mayor de lo que era en mi
juventud, con un vestido claro abotonado, sus ojos brillaban con esa sonrisa
que conoce los secretos, esa sonrisa seductora, compasiva y tierna, la sonrisa
de aquella noche, y yo, como hechizado, me detuve en medio de una frase, me
abrí paso hacia ella, empujé a los que se interponían en mi camino, aparté a la
anciana aturdida que Orna llevaba en una silla de ruedas, la agarré, la abracé,
pronuncié dos veces su nombre y la besé apasionadamente en la boca. Ella me
apartó con delicadeza y, sin dejar de otorgarme el favor de su sonrisa, que me
hizo enrojecer como un chaval, señaló la silla de ruedas y dijo en inglés: es
Orna. Yo sólo soy su hija. Desgraciadamente mi madre ya no habla. Y casi
tampoco reconoce.
¡Si será digno de agradecer la
benevolencia de la hija de Orna…!
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