martes, 18 de marzo de 2014

Las cantinas

Entre los sitios más característicos de la ciudad de México están las cantinas, reinos del trago y lugar de encuentro de clientelas más o menos nutridas que concurren a socializar alegrías así como a olvidar dolores. Esto último no es tan sencillo pues al decir de Oscar Wilde se toma para ahogar las penas, pero las malditas flotan… O como, con ligeras variaciones, lo señalara Frida Kahlo: “bebo para ahogar mis penas, pero las jodidas han aprendido a nadar”.
 
Arturo Soberón Mora clasifica la bebida en: ritual (pulque), patriótica (tequila) y democrática (cerveza). En las cantinas el pulque tiene el acceso prohibido en el entendido de que para los aficionados a esa bebida existen lugares especializados y también por razones socioeconómicas dado que son clientelas de distinto nivel social. Cuando algún desorientado consumidor de pulque llega a una cantina no le queda otra más que consumir colas, a las que se refiere Francisco Padrón
 

Por colas entienden los cantineros, la mezcla de todo lo que va sobrando de cada copa o vaso de bebidas, consumidas incompletamente. Dichas colas se venden en las cantinas de ínfima categoría. En ellas se pueden identificar lo mismo restos de mezcal y de tequila, como de cerveza; vestigios de cognac y de whiskey, así como “sobrinas” de refrescos embotellados y aguas minerales. Las colas, tratándose de bebidas, equivalen al crioque y a la escamocha, cuando de alimentos se trata.
 

En la cantina se comparte con los cuates mientras se juega al dominó, se discute de política, se abordan temas propios de la tertulia o –costumbre más reciente- se ve algún partido de fútbol en televisión de pantalla grande. Esto último ha generado resistencias como la que enuncia Fabrizio Mejía Madrid. “Con esta necedad de ir a ver la televisión a un lugar diseñado para beber, comienza el vía crucis por encontrar un bar con mesas desocupadas, televisores de pantalla grande y borrachos interesados en el partido. Esas tres condiciones rara vez se cumplen. El asunto es tratar de hacer compatible la cantina con una idea ajena a ella: ver la tele.”

 
Los secretos (no tan secretos) de una buena cantina tienen que ver con el ambiente, la calidad en el servicio de los tragos y el tipo de botana. Muchas veces los alimentos que se sirven son gratuitos lo que constituye un gesto de falsa generosidad ya que según José N. Iturriaga: “No debemos acreditar a la generosidad de los barman o de los capitanes restoranteros la botana picante por cuenta de la casa. Ellos saben que no es un gasto, sino una inversión.” Se trata de un regalo que trae segunda intención: lo picoso invita a consumir más bebida.

 
Las cantinas suelen tener una barra o mostrador de tamaño considerable –con frecuencia de nogal- para que se instalen los clientes de paso que vienen a tomarse una sola así como aquellos que suelen andar solos. Al respecto dice Delfino Gallo que el espejo detrás de la barra cumple con el propósito de que los parroquianos se sientan siempre acompañados, tanto en sus momentos de tristeza como de euforia. Las cantinas no dejan de ser lugar de confidencias, infidencias y también de atención terapéutica; ejemplo de ello lo proporciona Francisco Vega Frías.

 
Rosario Terrazas, nació en Mocorito, Sinaloa, en 1912. [...]
De donde más anécdotas salieron fue de la cantina, porque platicaba las mentiras que hacían reír a los parroquianos.
Todos sabemos que el cantinero es el confesor de los ebrios. Un día uno de los beodos, se encontraba en la etapa de la nostalgia, entre hipos y sollozos; le preguntó Chayo: “¿por qué llora, compita?”
-Es que un tal por cual se llevó a mi vieja.
“¿Lo conoce? ¿Sabe dónde encontrarlo? Le voy a dar 500 pesos; búsquelo, dígale que venga por la mía. Usted ya ganó de cuete”.
La terapia surtió efecto; el borracho se tornó alegre con las demás palabras con que le siguió adornando la conversación el confesor.


Para algunos el ambiente cantinero se vuelve adicción y ocasiona problemas de consideración cuando existe la imposibilidad de hacerse presente. Y tal vez por aquello de que si Mahoma no va a la montaña…, se han dado casos sorprendentes. Comenta Renato Leduc, citado por José Ramón Garmabella, que en Gante 8 había una cantina, en donde se reunían los sonorenses, que era atendida por un canario llamado Antonio.
 

(...) cuando Abelardo Rodríguez era presidente, un día al mes los mandaba a buscar para llevarlos al Palacio de Chapultepec en uno de cuyos salones se reunían con el Primer Mandatario y revivían el ambiente de la cantina, pues no sólo acondicionaban el lugar sino que a cada quien le servían el trago de su preferencia y a los que gustaban del juego les proporcionaban el dominó y los dados del cubilete.

 
Las cantinas tradicionales tienen una clientela asegurada a la que poca gracia le hace la visita de fuereños y turistas (que llegan orientados por el mismo guía que los conduce a los museos); ejemplo de ello es el de “La Ópera” en la calle de 5 de Mayo. Es por ello que la condición ideal de una cantina consiste en ser tradicional pero no estar de moda. Por el contrario, a las nuevas cantinas les cuesta hacerse de clientela y tienen que desplegar una lista interminable de ofertas que le permitan pescar clientes y que incluyen la hora feliz del 2 x 1. Al respecto afirma José Joaquín Blanco: “Las verdaderas cantinas se arraigan en lugares céntricos y tradicionales: se diría que una cantina nueva es el negocio más difícil de establecer y prestigiar, es como una iglesia -o ya existía con la fuerza de su antigüedad, o se queda en tendajón transitorio-.”

 
El cierre de una cantina produce enorme tristeza entre los muchos deudos y solo es resarcible con la reinauguración de la misma. Nikito Nipongo narra su experiencia al respecto cuando el 20 de mayo de 1985 se reinauguró, con el padrinazgo de Renato Leduc, la cantina La Reforma en la calle de Bucareli.

 
En una de las paredes blancas de la taberna restaurada colocan la amplificación de una foto de (Vicente) Ortega Colunga acompañado por María Félix, de hace muchos años.
-Esa foto (recuerda Leduc) me la mostró Vicente y me dijo: “Es una chava que me encontré por ahí. Una aventurita...”
(...) en el interior de La Reforma, don Agustín Flores Pencina, sacerdote traído de Monterrey, con ropas talares lee un fervorín en que recuerda a Jesús en las bodas de Canaán, cuando convirtió el agua en vino.
Aplausos.
Después el cura, de anteojos y rostro sonriente, procede a recorrer su derredor asperjando agua bendita, tras de prevenir a los concurrentes: “No dejen que les caiga una gota, porque se queman.”
Más risas.

 
¿Cómo no entender el júbilo de estos parroquianos? Si es por todos sabido que tener cantina de referencia y cantinero de confianza siempre será cuestión de mucho agradecer.

No hay comentarios: