Entre los sitios más característicos de
la ciudad de México están las cantinas, reinos del trago y lugar de encuentro
de clientelas más o menos nutridas que concurren a socializar alegrías así como
a olvidar dolores. Esto último no es tan sencillo pues al decir de Oscar Wilde
se toma para ahogar las penas, pero las malditas flotan… O como, con ligeras
variaciones, lo señalara Frida Kahlo: “bebo para ahogar mis penas, pero las
jodidas han aprendido a nadar”.
Arturo Soberón Mora clasifica la
bebida en: ritual (pulque), patriótica (tequila) y democrática (cerveza). En
las cantinas el pulque tiene el acceso prohibido en el entendido de que para
los aficionados a esa bebida existen lugares especializados y también por
razones socioeconómicas dado que son clientelas de distinto nivel social.
Cuando algún desorientado consumidor de pulque llega a una cantina no le queda
otra más que consumir colas, a las que se refiere Francisco Padrón
Por colas
entienden los cantineros, la mezcla de todo lo que va sobrando de cada copa o
vaso de bebidas, consumidas incompletamente. Dichas colas se venden en las
cantinas de ínfima categoría. En ellas se pueden identificar lo mismo restos de
mezcal y de tequila, como de cerveza; vestigios de cognac y de whiskey, así
como “sobrinas” de refrescos embotellados y aguas minerales. Las colas,
tratándose de bebidas, equivalen al crioque y a la escamocha, cuando de
alimentos se trata.
En la cantina se comparte con los
cuates mientras se juega al dominó, se discute de política, se abordan temas
propios de la tertulia o –costumbre más reciente- se ve algún partido de fútbol
en televisión de pantalla grande. Esto último ha generado resistencias como la
que enuncia Fabrizio Mejía Madrid. “Con esta necedad de ir a ver la televisión
a un lugar diseñado para beber, comienza el vía crucis por encontrar un bar con
mesas desocupadas, televisores de pantalla grande y borrachos interesados en el
partido. Esas tres condiciones rara vez se cumplen. El asunto es tratar de
hacer compatible la cantina con una idea ajena a ella: ver la tele.”
Los secretos (no tan secretos) de una
buena cantina tienen que ver con el ambiente, la calidad en el servicio de los
tragos y el tipo de botana. Muchas veces los alimentos que se sirven son gratuitos
lo que constituye un gesto de falsa generosidad ya que según José N. Iturriaga:
“No debemos acreditar a la generosidad de los barman o de los capitanes
restoranteros la botana picante por cuenta de la casa. Ellos saben que no es un
gasto, sino una inversión.” Se trata de un regalo que trae segunda intención:
lo picoso invita a consumir más bebida.
Las cantinas suelen tener una barra o mostrador
de tamaño considerable –con frecuencia de nogal- para que se instalen los
clientes de paso que vienen a tomarse una sola así como aquellos que suelen
andar solos. Al respecto dice Delfino Gallo que el espejo detrás de la barra
cumple con el propósito de que los parroquianos se sientan siempre acompañados, tanto en sus momentos
de tristeza como de euforia. Las cantinas no dejan de ser lugar de
confidencias, infidencias y también de atención terapéutica; ejemplo de ello lo
proporciona Francisco Vega Frías.
Rosario Terrazas,
nació en Mocorito, Sinaloa, en 1912. [...]
De donde más
anécdotas salieron fue de la cantina, porque platicaba las mentiras que hacían
reír a los parroquianos.
Todos sabemos que
el cantinero es el confesor de los ebrios. Un día uno de los beodos, se
encontraba en la etapa de la nostalgia, entre hipos y sollozos; le preguntó
Chayo: “¿por qué llora, compita?”
-Es que un tal por
cual se llevó a mi vieja.
“¿Lo conoce? ¿Sabe
dónde encontrarlo? Le voy a dar 500 pesos; búsquelo, dígale que venga por la
mía. Usted ya ganó de cuete”.
La terapia surtió
efecto; el borracho se tornó alegre con las demás palabras con que le siguió
adornando la conversación el confesor.
Para algunos el ambiente cantinero se
vuelve adicción y ocasiona problemas de consideración cuando existe la
imposibilidad de hacerse presente. Y tal vez por aquello de que si Mahoma no va
a la montaña…, se han dado casos sorprendentes. Comenta Renato Leduc, citado
por José Ramón Garmabella, que en Gante 8 había una cantina, en donde se
reunían los sonorenses, que era atendida por un canario llamado Antonio.
(...) cuando
Abelardo Rodríguez era presidente, un día al mes los mandaba a buscar para
llevarlos al Palacio de Chapultepec en uno de cuyos salones se reunían con el
Primer Mandatario y revivían el ambiente de la cantina, pues no sólo
acondicionaban el lugar sino que a cada quien le servían el trago de su
preferencia y a los que gustaban del juego les proporcionaban el dominó y los
dados del cubilete.
Las cantinas tradicionales tienen una
clientela asegurada a la que poca gracia le hace la visita de fuereños y
turistas (que llegan orientados por el mismo guía que los conduce a los museos);
ejemplo de ello es el de “La Ópera” en la calle de 5 de Mayo. Es por ello que
la condición ideal de una cantina consiste en ser tradicional pero no estar de
moda. Por el contrario, a las nuevas cantinas les cuesta hacerse de clientela y
tienen que desplegar una lista interminable de ofertas que le permitan pescar
clientes y que incluyen la hora feliz del 2 x 1. Al respecto afirma José
Joaquín Blanco: “Las verdaderas cantinas se arraigan en lugares céntricos y
tradicionales: se diría que una cantina nueva es el negocio más difícil de
establecer y prestigiar, es como una iglesia -o ya existía con la fuerza de su
antigüedad, o se queda en tendajón transitorio-.”
El cierre de una cantina produce
enorme tristeza entre los muchos deudos y solo es resarcible con la
reinauguración de la misma. Nikito Nipongo narra su experiencia al respecto
cuando el 20 de mayo de 1985 se reinauguró, con el padrinazgo de Renato Leduc, la
cantina La Reforma en la calle de
Bucareli.
En una de las
paredes blancas de la taberna restaurada colocan la amplificación de una foto
de (Vicente) Ortega Colunga acompañado por María Félix, de hace muchos años.
-Esa foto (recuerda
Leduc) me la mostró Vicente y me dijo: “Es una chava que me encontré por ahí.
Una aventurita...”
(...) en el
interior de La Reforma , don
Agustín Flores Pencina, sacerdote traído de Monterrey, con ropas talares lee un
fervorín en que recuerda a Jesús en las bodas de Canaán, cuando convirtió el
agua en vino.
Aplausos.
Después el cura,
de anteojos y rostro sonriente, procede a recorrer su derredor asperjando agua
bendita, tras de prevenir a los concurrentes: “No dejen que les caiga una gota,
porque se queman.”
Más risas.
¿Cómo no entender el júbilo de estos
parroquianos? Si es por todos sabido que tener cantina de referencia y
cantinero de confianza siempre será cuestión de mucho agradecer.
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