De acuerdo con los evangelios, María Magdalena estuvo presente en momentos
claves de la vida de Jesús. Y no sólo ello sino que atestiguó su resurrección.
Su pasado pecaminoso no fue obstáculo para ser predilecta de Jesús y para que,
mucho tiempo después, se la hiciera santa (su festividad se celebra el 22 de
julio). Su presencia adquiere relevancia entre la comunidad de creyentes y según
Ramón López Velarde “creyentes y heterodoxos la reverencian, unos en la pompa
de los altares, otros en la fragua de sus corazones”. Para el poeta ello se
debe a razones muy específicas.
No se cuenta en el número de las santas cuya virtud, como
lirio de mansedumbre, estuvo ignorante de los bajos impulsos. Ella supo del mal
y del mal se elevó con la misma graciosa seguridad con que las aves heridas en
la maleza vuelan un día, libres de dolor y de los breñales inclementes. Por eso
es humana y fraternal y comprende nuestras flaquezas.
López Velarde separa las santidades “sin mancilla” de aquellas otras –entre
las que sitúa a María Magdalena- de quienes pisaron “el mismo cieno que
nosotros”.
Las santidades heroicas, sin mancilla, conquistan más la
admiración que la simpatía. Nos confesamos débiles y nos infunden respeto
quienes jamás vacilaron, pero en ello vemos un prodigio de otros mundos. Cuando
queremos que el homenaje, en una onda cálida, llegue a las plantas de un varón
o de una mujer insignes, buscamos la imagen de alguno que habrá pisado el mismo
cieno que nosotros, para que nos acoja familiarmente y cure las llagas que de
antaño le son conocidas.
Es así que la simpatía hacia María Magdalena mucho tiene que ver con lo que
tuvo de pecadora. Y es por esto último que seguramente, a no dudarlo, comprenderá
nuestras debilidades.
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