Difícil saber si las múltiples vicisitudes que tienen lugar entre los
integrantes de la llamada clase política (y que nos llegan por mediación de los
medios, con perdón de la redundancia) son expresión de la realidad o forman
parte de una cuidadosa puesta escena. Un gran conocedor del teatro como lo es
Fernando Fernán Gómez comparte sus reflexiones y un aspecto que destaca tiene que ver con que
en este caso no se trata de asistencia –y menos aún de permanencia- voluntaria.
(…) hay otro teatro, otra enorme y múltiple sala de
espectáculos a cuyas representaciones en sesión continua el inerme público
asiste aun sin proponérselo, sin derecho a elegir en la cartelera, y en muchos
casos sin que una particular afición le lleve a él: el teatro de la política.
Eso sí, Fernán Gómez reconoce que la propuesta escénica es sumamente variada,
tanto que es posible recorrer un amplio espectro de posibilidades.
Ofrece cotidianamente dramas, comedias, farsas, y de vez
en cuando tragedias, sainetes, esperpentos. Cuenta, como el de Grecia, como el
de plazas y corrales y como el burgués, con sus autores y sus intérpretes (y,
según propagan algunos maliciosos, también con sus empresarios).
Ahora bien, como es de conocimiento público en el medio actoral existen
intrigas, celos, rivalidades, disputas por los papeles protagónicos, todo lo
cual en ocasiones se pone mejor que las propias obras que representan. Lo mismo
acontece, según Fernando Fernán Gómez, en el teatro de la política.
Sorprende al espectador ingenuo la opinión que los
personajes del drama político suelen tener de sus colegas, de sus compañeros de
reparto.
En el Parlamento, en mítines, en cenas, en conferencias,
en coloquios de televisión, en interviús y artículos de prensa, el verbo de
muchos políticos es con frecuencia irascible, agresivo, despectivo,
descalificador, insolente, denunciatorio.
La gente de la calle, el inmenso público de este teatro,
se pregunta perplejo, si esos hombres tienen esas opiniones unos de otros, cómo
no se arrojan feroces contra el oponente y hay cada día dos o tres
estrangulamientos.
Y es así que, tal como sucede en toda obra sobreactuada, uno termina por no
creerle a los actores que representan su papel en forma tan poco convincente. Y
es allí que Fernán Gómez reivindica el derecho a la sospecha: “O que si lo que
sucede es que para regocijo del pueblo llano están representando una divertida
farsa bufa.”
Cabe aclarar que en el teatro de la política los papeles se invierten y en
muchos casos son los actores quienes se burlan del público. Lo grave es que en ocasiones no existe para los espectadores una
salida digna por lo que es preferible –tal como lo menciona Fernán Gómez- la
opción menos mala.
Más deseable, desde luego, sería el segundo supuesto que
el primero, porque cuando los prohombres sienten ganas de abalanzarse los unos
contra los otros ya sabemos que acaban dando un fusil a cada joven, la mayoría
de los cuales, por imposibilidades de la edad o económicas, no dominan la
intrincada materia que los políticos con tanta eficacia manejan.
Y a la hora en que los espectadores exigen saber quiénes son los
responsables de tantas injusticias cotidianas, no es raro que el coro de políticos,
ahora devenidos en actores, respondan al unísono: “¡Fuenteovejuna, señor!”
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