No hay duda en cuanto a que las formas
que asume la violencia escolar han ido cambiando a lo largo del tiempo. Y es
así como llegamos a la actualidad en que las nuevas tecnologías y las redes
sociales proporcionan mayor divulgación a rencillas, ataques y agravios entre
adolescentes y jóvenes.
Sin desconocer la complejidad de los
tiempos que vivimos en relación a esta problemática, es importante tener en
cuenta que en el pasado también se presentaron episodios de mucha violencia. Uno
de ellos es narrado por Joaquín Haro y Cadena ("Cosas vistas y oídas". México, Botas, 1938) y proviene de los tiempos
heroicos de la Escuela Preparatoria.
Voy a referir la
espantosa tragedia que registran los anales de la Escuela Preparatoria.
Justamente en la
época del internado se contaban, entre los pupilos, dos hermanos, procedentes
de una familia de Sonora. Eran estos unos jóvenes de dieciocho y veinte años,
respectivamente, que siempre se distinguieron por su aplicación y buena
conducta. Unidos estrechamente por un amor fraternal, que podrían haber servido
de ejemplo a muchos otros, siempre se los veía juntos; estudiaban en los mismos
textos, descansaban en el mismo dormitorio, ocupaban sitios contiguos en el
comedor y los días de asueto no se separaban uno de otro. De carácter apacible,
aunque digno y poco sufrido, jamás provocaban una riña con sus compañeros, y
eran, por lo general, muy estimados por sus profesores y por sus condiscípulos;
pero había entre éstos un ser pérfido y envidioso, que no podía tolerar las
consideraciones que se guardaban a aquéllos, y continuamente buscaba reyertas
con uno u otro, que muchas veces terminaban en citas en el callejón del Toro,
durante las cuales solía correr la sangre, a causa de los golpes dados y
recibidos.
Se trataba de un
chiapaneco, más que adolescente, de mirada torva y cara de despide-huéspedes, a
quien nadie podía soportar, y por eso se lo veía siempre aislado, con tez
amarillenta, a causa de la bilis, que se mezclaba con su sangre. Corto de
estatura y con anchas espaldas y pecho prominente, era de suponer que en él se
albergaba un espíritu fuerte y decidido, dada su superioridad física; pero, por
una de aquellas aberraciones de la naturaleza, en ese corpachón no cabía más
que un alma medrosa, incapaz de hacer frente a una situación en que corriera
riesgo su existencia. Sólo la envidia encontraba hospedaje en aquel corazón,
siempre dispuesto al mal.
Y fue así que este personaje mal encarado
y de peores sentimientos -siempre de acuerdo con el relato de Haro y Cadena- diseñó
un plan macabro.
Llegó por fin el
momento en que este ser perverso comprendió que mientras uno de aquellos buenos
muchachos se cruzara en su camino no encontraría la paz y, al efecto, concibió
el más negro pensamiento para deshacerse de ambos.
Para llevar a
término su nefando plan, se dirigió a uno de los sonorenses; buscó camorra con
él, y haciéndole ver que debían terminar de una vez, lo desafió citándolo para
un encuentro, a las once de la noche, cuando todo el claustro estuviese
entregado al sueño, en una de las galerías del Colegio de Pasantes, que a esa
hora estaría sumida en la más profunda oscuridad.
Se presentarían
ambos vestidos de negro y envueltos en las capas usuales de la escuela, con el
rostro embozado y armados de sendos puñales. Era condición precisa –y para
cumplir con ella prestaron juramento- que no habían de proferir una palabra;
que todo se llevaría a cabo en el más absoluto silencio, y, antes que nada, que
el hermano no se enteraría del duelo.
De acuerdo los
contendientes, cada uno se fue por su lado para hacer los preparativos del
caso; pero el chiapaneco, luego que se separó de su contrario, fue en busca del
otro hermano, al que provocó en igual forma, y de igual manera concertó con él
un encuentro, en los mismos términos y a la misma hora que el anterior.
Aquellos hermanos, siendo derechos
hasta para lo torcido, cumplieron con la palabra dada y se encaminaron al
desenlace de la tragedia.
Como a pesar de su
corta edad los sonorenses eran ya hombres bien templados, se guardaron
recíprocamente el secreto y en silencio se proveyó cada uno de lo necesario
para el drama en que aquella noche serían protagonistas.
Transcurrió el
resto del día sin incidente alguno. Previendo las consecuencias que podría
tener el encuentro, cada uno de los hermanos se dedicó a escribir algunas
cartas, que debieron encontrarse más tarde en sus respectivos pupitres.
Después del
nocturno refectorio, ocupó cada uno su lecho fingiendo provocar el sueño.
Momentos antes de
las once, uno y otro, que se habían acostado vestidos, saltaron de la cama, y
envueltos en sus capas salieron al corredor. La noche estaba lóbrega, sumiendo
en las tinieblas las galerías. El cielo sereno, y ni un relámpago que pudiera
alumbrar la escena en un momento dado. Ni el más ligero ruido alteraba la paz
del plantel. Aquel patio de Pasantes parecía haber sofocado todo hálito de vida
para presenciar la horrible tragedia de que iba a ser testigo.
Inicia el reloj
del edificio la hora que va a sonar con ese ruido ríspido que la precede; suena
por fin la primera campanada de las once; por ambas extremidades del corredor
parece percibirse una sombra que, con paso cauteloso, se aproxima a la
contraria. Las sombras se confunden; chocan los cuerpos; se escucha el sonido
metálico de dos láminas que golpean una con otra; una corta lucha; dos gritos
ahogados y dos cuerpos que se desploman en el pavimento.
Aquellos hermanos
que se amaban entrañablemente, que quizá en las cartas que dejaron se despedían
uno del otro con el encargo de un beso para la madre ausente, que no vería más
al hijo de sus entrañas, dormían el sueño eterno, con un puñal cada uno clavado
en el corazón por la mano del ser más querido.
En tanto, el vil,
el artero, el traidor, fingía dormir apaciblemente, sabiéndose libre ya de sus
mortales enemigos.
Seguramente episodios como este no
serían muy frecuentes pero dejan en evidencia que la violencia en los planteles
escolares es cosa de todos los tiempos. Los funcionarios de la época
atribuyeron parte del origen de la violencia escolar al exceso de alumnos así
como a las malas condiciones físicas de la escuela. Lo anterior queda de
manifiesto en el Decreto Presidencial del 22 de diciembre de 1925 que da origen
a las Escuelas Secundarias y en donde se precisa que no se deben admitir
alumnos de primer curso en la Escuela Nacional Preparatoria durante el año de
1926 porque “(…) debido a la excesiva inscripción y a las condiciones
materiales del edificio, (se) han creado en años pasados problemas
disciplinarios de seriedad (…)”
¿Este decreto haría alusión a
situaciones como la que comenta Joaquín Haro y Cadena?
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