En otra oportunidad nos hemos referido a los ladrones de libros que desempeñan su oficio en las
librerías (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2012/07/ladrones-de-libros.html). Ahora
bien existe una variante conformada por aquellos que piden prestados libros que
jamás regresan. No es raro que a este grupo se integren familiares y amigos a
quienes nos negamos a identificar como ladrones de libros; es por ello que recurrimos
a una adaptación del ya clásico eufemismo: lectores que enriquecen sus
bibliotecas en forma inexplicable. Amado Nervo alude a ellos.
Hay
una rapiña civilizada, dolorosa para la víctima... la rapiña que se ejerce en
los libros, rapiña universal, sí, universal; el que esté sin pecado que me
arroje la primera piedra.
De
tal suerte que la biblioteca de todo hombre ilustrado o de todo estudiante
amigo de las traducciones de Amancio Peratoner o de toda muchacha romántica,
está compuesta así, suponiendo que tenga cien volúmenes:
50
comprados,
10 regalados y
40
robados.
La
palabra es dura, pero exacta.
Y
más aún: robados no como el lápiz, la aguja o el alfiler, esto es,
inconscientemente, por rapiña atávica, sino con plena conciencia de lo que se
hace, con deliberada intención, con alevosía, premeditación y ventaja.
Para
la impunidad se cuenta con la prescripción.
Cuando
el que nos ha prestado el libro nos lo reclama al cabo de un mes, le decimos:
-He
estado tan ocupado que no lo he podido leer.
Al
mes siguiente decimos:
-Ya
lo estoy acabando.
Un
mes después:
-¡Qué!
¿Me prestaste algún libro? ¡No me acuerdo!...
Un
mes más y la deuda ha prescrito, y la biblioteca propia cuenta con otro
volumen.
Hay
una circunstancia todavía más agravante, más negra, más infame, por la
diabólica malicia que revela:
Los
que ejercen de una manera “consuetudinaria” la rapiña de los libros... ¡no
prestan los suyos!
En el arte de apropiarse libros ajenos es posible diferenciar aficionados y
profesionales. Efraín Huerta da un ejemplo (en el que no se ahorra nombre y apellido)
de un verdadero experto en el ramo.
(…) un año remoto en que un tal Rafael Lozano llegó de
París, se presentó en mi casa con el conque de que yo era el único que podía
enterarlo del movimiento poético de los últimos años –los años de su ausencia-.
Y caí en la trampa, y a sus tenebrosas garras fueron a dar no menos de veinte
libros autografiados, con Luna silvestre,
de Octavio Paz, y Saludo de alba, del
llorado Alberto Quintero Álvarez a la cabeza; pasaron los años y los libros
pasaban también, pero a otras manos.
Pocas –pero existen- aquellas personas que son garantía, a quienes se puede
prestar libros con toda confianza. Pero en este acto de desprendimiento se corren
riesgos de consideración, sea por la facilidad de algunos para olvidar los
préstamos o en el caso de otros por su enorme amor a los libros. Posiblemente
por esto último Efraín Huerta conjetura: “Yo no le prestaría jamás un libro
–claro, si me lo pidiera- a por ejemplo Emmanuel Carballo.”
Otra variante con que operan los amantes de los libros ajenos es la de
sustraer ejemplares de las bibliotecas públicas. No se vaya a creer que ello constituye
una costumbre moderna; una prueba de ello la proporciona Gregorio Doval.
Uno
de los problemas habituales de las bibliotecas modernas es el de la sustracción
de libros por parte de los usuarios; pero ése no parece ser un problema
exclusivamente moderno. En 1872, los arqueólogos George Smith (1840-1876) y
Hormuzd Rassam (1826-1910), que trabajaban en las ruinas de Nínive, concretamente
en el que fuera palacio de Asurbanipal (el rey asirio del siglo VII a.C.
también conocido con su nombre griego de Sardanápalo), observando las numerosas
tablillas de arcilla que formaban parte de la gran biblioteca de este rey (se
cree que contenía más de 30.000 volúmenes), descubrieron en sus bordes unas
marcas con anotaciones relativas a las materias que contenían, así como una
severa advertencia contra su sustracción: “Al que se llevare esta tabla,
abrúmenle Asur y Belit con su ira, y borren su nombre y posteridad de la faz de
la tierra”.
Desconozco si el Libro
Guinness de los Récords lleva algún registro en esta especilidad pero Homero
Alsina Thevenet presenta un serio candidato.
De
acuerdo a una reseña en el Washington Post, el caso más fascinante es el
de Stephen Carrie Blumberg, que se enorgullece de haber robado 23.600 libros en
268 bibliotecas repartidas en 45 estados americanos, la capital Washington y
dos provincias de Canadá. No tuvo tiempo de leerlos, porque estaba muy ocupado
robándolos, pero después cayó preso y ahora puede leer otros libros de la
prisión.
Si usted tiene nostalgia por
libros que no le fueron devueltos, no caiga en la desesperanza y el derrotismo.
No son muchos los casos pero a veces ocurren milagros: el regreso de un libro pródigo que ya había dado por perdido,
suscitó tal alegría en el escritor Christopher Morley –citado por Efraín
Huerta- que lo expresó en forma de plegaria.
Doy humildes gracias de todo corazón por el feliz regreso
de este libro, que habiendo resistido los peligros de la biblioteca de mi amigo
y de los anaqueles de los amigos de mi amigo, vuelve a mi poder en condiciones
razonablemente buenas.
Doy humildes gracias de todo corazón de que mi amigo no
hubiera tenido la ocurrencia de darle este libro a su hijo pequeño como
juguete, ni de usarlo como cenicero para su cigarro, ni como chupador para su
mastín.
Al prestar el libro lo di por perdido. Me había resignado
a la amargura de aquella larga separación. Nunca pensé que contemplaría
nuevamente sus páginas.
Mas ahora que el tomo ha vuelto a mi poder, lo celebro y
me regocijo. Traed el becerro gordo y hagamos de su piel fino tafilete para
forrar el volumen y colocarlo en el
anaquel de honor; porque este libro fue prestado y ha sido devuelto.
Esta acción de gracias concluye con un acto de contrición en el que Morley
anuncia sus buenos deseos: “Pronto, por tanto, puede que yo mismo devuelva
algunos de los libros que me han prestado.”
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