El amor acompaña al ser humano a lo largo de su historia, aunque claro está
que han ido cambiando sus formas. Del largo cortejo del pasado al inmediatismo
del presente; del prohibicionismo a la permisividad. Atrás han quedado
restricciones, chaperonas, largos preámbulos e inhibiciones varias.
En relación a ello un cambio radical tiene que ver con el lenguaje, con las
maneras de expresar el amor. Ramón López Velarde deja testimonio de ello en uno
de sus artículos del año 1912.
En el diario sentimental de un amigo, hay unos renglones
que rezan así:
“La mañana era fragante y húmeda como un ramo de
violetas, y diáfana como una gota que tiembla en la felpa rústica de las
malvas. Piaban los pájaros, ebrios de dicha, y la campana tañía sobre la calma
idílica del paisaje. Los álamos empinaban sus hojas, de tono metálico, hacia el
brocado azul de la inmensidad que por el sur se rizaba con dos nubecillas
paralelas. Y Ella que, como en los cuadros de los pintores bucólicos, se había
colmado la falda con la cosecha florida de mayo, coronaba mis afanes, dejando
caer de sus labios el monosílabo inmortal. Un estrépito de alas sonó a nuestra
espalda: las alondras subían al cielo… En tanto que, como en el verso de
Villaespesa, un relámpago de sol fulgía en los cristales de la casa solariega.
(…)
“Desde aquella fecha, digna de constante recordación, nos
entretuvimos en edificar con solicitud y complacencia de enamorados la torre de
nuestra quimera, comentando gozosamente la colocación de cada piedra y
asomándonos a mirar por cada ojiva que concluíamos, hasta que las almenas se
recortaron en la transparencia del firmamento. (…)”
Así las formas del lenguaje del corazón que en el pasado no se avergonzaban
de este romanticismo recargado resultan muy diferentes a las actuales. Otra
cosa acontece con los argumentos que no han cambiado (y seguramente no lo harán
en el futuro) dado que las historias continúan siendo de amores y desamores;
encuentros y separaciones; coincidencias y abandonos.
En el mismo artículo ya citado López Velarde sigue transcribiendo lo que por
aquellos entonces expresaba su amigo que, como veremos, pasará del éxtasis del
amor al desamparo sentimental.
“De aquella torre, levantada entre graves promesas de
fidelidad y entre risas locas, nada queda ya. Abatiéronla genios malignos, y
hoy me siento sobre sus ruinas a meditar en lo efímero de la dicha, mientras
los vientos del infortunio alborotan mi cabellera de trovador del pasado siglo,
y preparo mi ánimo a la avidez del olvido en que me he de envolver. (…)”
A nadie se le ocurriría utilizar actualmente este lenguaje romántico (que sería
identificado como cursi) y seguramente no falta quien ante esa misma coyuntura
amorosa sintetiza lo acontecido con la contundencia empobrecida de un: “¡Pinche
vieja que me abandonó!” Para decirlo con palabras del amigo de Ramón López
Velarde, “los vientos del infortunio” siguen soplando, tan solo se expresan en
formas diferentes.
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