No son buenos tiempos para los políticos. La acumulación de problemas
sociales, económicos, escándalos públicos, corrupción e impunidad conducen
inexorablemente a terrenos de descrédito y desconfianza generalizada. Este
proceso no es nuevo pero da la impresión que se ha venido intensificando.
En ocasiones da pena ajena (como que no fuera suficiente con la propia)
ver actos de apoyo en que participan tanto incondicionales como acarreados y en
los cuales se rinde pleitesía al político de turno. Los presentes abrazan a los
políticos de la manera que Joaquín Antonio Peñalosa caracterizara como “abrazos
de permanencia voluntaria”. Y la cuestión es que, al decir de Luis Cabrera, “el incienso
huele bien, pero acaba por tiznar al ídolo” que en algunos
casos cree que estos actos armados a medida dan la tónica real de cómo es
valorado por el común de las gentes, por lo que enferman de importancia o de importantitis (al decir de Fernando Díez
de Urdanivia), se creen “el no hay dos” o “el que está bordado a mano”. Tal vez
por ello se sienten obligados a corresponder con verdaderas joyas oratorias del
género de la simulación; Gesualdo Bufalino reacciona con vehemencia a este
respecto
Y cuánto hablan, además… Qué cotidiano inagotable
vilipendio de la palabra… Ésta es la ofensa que más duele: nos gravan de
impuestos, nos desgobiernan, nos malversan… Pero si al menos se quedaran
callados; si dejaran este baile de máscaras, este carnaval de la nada, al
amparo del cuál ávidas manos embolsillan, leyes inicuas o vanas se escriben,
todo propósito honesto se desmigaja en sílabas sin sentido…¿Exagero? Exagero,
pero díganme: ¿cuántos son hoy en día los que entienden de verdad la política
como servicio y no se ven obligados a esconderse como leprosos? Y por uno que
obra con conciencia y esfuerzo ¿cuántos más son sólo globos inflados, bustos de
cartón, pastores de nubes, puros y simples ladrones?
Carlos Monsiváis, ¡cuándo no!, aporta una prueba contundente -y sin
desperdicio- en cuanto a que no existe dificultad que pueda resultar insalvable
para una clase política con buenos reflejos y pronta respuesta.
A
un político menor le toca “destapar” al candidato del PRI en Coahuila. Le
notician que será Agustín Villavicencio, presidente municipal de Saltillo. Toma
el micrófono y se lanza:
-Compañeros.
Nada me da tanto gusto como festejar a uno de los mayores aciertos de nuestro
partido, una elección inobjetable. Sí, amigos y correligionarios, Agustín
Villavicencio es el hombre ideal, infatigable, insobornable, todo él una
maquinaria militante, un patriota convencido, un mexicano hasta las cachas.
¿Qué mejor destino para nuestro noble y glorioso estado que la conducción
férrea y el temple viril de Agustín Villavicencio?
En
eso se halla cuando le pasan un papel: “Ya cállate. Cambiaron de opinión en el
Centro. El bueno no es éste, el bueno es el senador Gonzalo Díaz”. El político
se turba un instante, y luego prosigue:
-Si
amigos, el PRI es el espacio de los grandes hombres y de las sorpresas siempre
gratas. ¿Oyeron todo lo que dije de Agustín? Pues eso no es nada, porque al
lado de Gonzalo Díaz es un pobre pendejo. ¡Ese sí es el bueno! ¡Ese sí que es
el hombre de Coahuila!
Ante esto no es posible agregar nada más.
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