Ya hemos dedicado un artículo
a historias de Santa María Tavehua, Oaxaca, y no está de más anunciar que seguirán
otros. Todo surgió del encuentro fortuito con un libro: Memoria Viva. Crónicas de emigrantes de
Santa María Tavehua, Oaxaca al Valle de México. Coautora y recopiladora:
Ma. Elena Sánchez Fernández. México, s/e, 2012. La introducción está a cargo de
Verónica Vázquez Mantecón quien pasa lista de algunos valores comunitarios que
la obra quiere ayudar a conservar. La lectura de este texto es ampliamente
recomendable.
En esta ocasión retomaremos una
de las tantas historias de vida que están narradas en el libro. El relato es de
la propia protagonista, la señora María Elena Domínguez Cristóbal y de su
autoría son todas las citas transcriptas.
Comienza aludiendo a su lugar
de origen. “(…) ¡Si señores, señoras!, hablo de esa sierra de guacamayas: ‘Santa
María Tavehua’, pueblo de donde soy orgullosamente oriunda, ahí conocí el sol
por primera vez un 18 de agosto de 1945, en él se encuentra mi historia, mis
orígenes, los restos de mis ancestros, su esencia, mi esencia, mis recuerdos.”
Y enseguida viene la evocación amorosa de su madre.
Recuerdos
que ahora me llevan al regazo de esa hermosa mujer que Dios me prestó por nueve
maravillosos años, Doña Virginia Domínguez Cristóbal, mi madre. Mujer orgullosa
de ser campesina y zapoteca quien en esos breves años supo enseñarme los
valores que me han acompañado hasta el día de hoy. También me enseñó el amor
por la tierra, por mi gente, por el baile que es un gran refugio cuando quiero
conectarme con mis antepasados, mis raíces, mis recuerdos, por la música que me
envuelve cuando entra por mis oídos y llega a todas y cada una de las fibras de
mi ser, envolviéndome de sonidos tan mágicos como nuestra laguna.
La referencia al padre, por el
contrario, es muy breve y está acompañada con el sabor de la ausencia. “De mi
padre me reservo algún comentario porque nunca estuvo cerca de mí, por ello y
sólo para que este trabajo no quede incompleto lo menciono sin más comentarios
que su nombre: Juan Luna Méndez.”
Con la muerte de su madre y la
ausencia del padre dio inició a su peregrinar que en un primer momento la llevó
a la capital del estado. Una historia muchas veces repetida: la niña que debe
comenzar a trabajar con responsabilidades propias de adulto.
Cuando
mi mamá se fue de este mundo me tuve que ir a vivir con el tío Leonardo (su
hermano), fue entonces cuando inició mi sufrimiento pues me quedé sola; tenía
una hermana que vivía en la Ciudad de México pero también murió al poco tiempo.
Mi tío no pudo mantenerme y cuidarme así que decidió llevarme a Oaxaca con una
madrina esperando que mi vida cambiara. Déjenme comentarles que efectivamente
cambió, pues inmediatamente me pusieron a trabajar cuidando a una niña que
cargaba en mi espalda mientras lavaba pañales, cumplía mandados, lavaba
trastes, etcétera, escalando así los tragos amargos de lo que debería haber
sido una niñez "feliz"... cada día fui viviendo una realidad llena de
carencias, pobreza, hambre, reprimiendo los deseos de jugar, de comer un dulce,
de tener un juguete, unos zapatitos nuevos, ropa... enfrentando así el mundo
con el gran dolor de ser huérfana (herida que nunca cicatriza).
A sus 11 años de edad emprende
otro viaje, que en esta ocasión tendrá como destino la Ciudad de México.
Después
llegaron las ansias de conocer la Ciudad de México, "el espejismo",
pues oía que la gente contaba que ahí se ganaba más. Decidí a los 11 años junto
con una paisana de 20 ir a la capital, no hubo quien nos recibiera en la
terminal. Yo era tan niña que cuando me preguntaban ¿a dónde vas? sólo podía
contestar "a México" "a México", sin darme cuenta que ya
estábamos en la ciudad. Sin familia, ni lugar donde poder llegar, con $5 en mi
haber y mucho miedo pero con ganas de mejorar mi situación... llegamos a la calle
de Ciprés en la colonia Santa María La Ribera, pues ella ahí tenía unos
conocidos y ubicaba el lugar porque ya había venido antes.
Como suele acontecer, la
realidad no resultó tan linda como la pintaban y es entonces cuando aparece la
nostalgia, pero el camino atrás ya no es posible.
Efectivamente,
se ganaba más dinero pero también el trabajo era más pesado, la gente nos
discriminaba, los patrones nos humillaban, nos explotaban y no podíamos
contestarles por miedo a que nos despidieran ya que no teníamos a donde ir. En
esas circunstancias me daba nostalgia por el pueblo, extrañaba a mi madre y
empecé a valorar todo lo que había dejado en mi tierra. La pobreza me hizo
dejar el pueblo y aunque me daban ganas de regresar no podía, pues incluso la
distancia y las condiciones para llegar a Tavehua eran muy duras ya que no
había carretera de Oaxaca hacia allá. Se tenía que caminar como mínimo cuatro
días atravesando el monte donde había animales salvajes y esos peligros nos
obligaban a llegar en grupo para irnos cuidando. Todas estas razones me
hicieron quedarme en la ciudad.
Estudié
en la primaria Basilio Rojas hasta 4° grado en Oaxaca y la terminé en el DF; no
estudié la secundaria porque ya no me dejaron ir, pero a los 27 años, ya
casada, cursé la carrera corta de cultura de belleza. En 1959 la ciudad era muy
segura, pero las agresiones de las que fui objeto durante mi niñez me hicieron
muy dura y fuerte de carácter.
María Elena Domínguez
Cristóbal hizo familia en la gran ciudad, una familia que siguió marcada por la
migración.
Me
casé a los 26 años con Javier Ramírez Yáñez, él es de Maravillas estado de
Hidalgo, tenemos dos hijos: Ignacio que nació en 1969 y Rita Dinorah en 1970,
Nacho nos dio un nieto, Iván de 18 años y por parte de Dino, Nayeli de 11 años
y Rita de 1 año. Infortunadamente ellos no viven aquí, parecería que en nuestra
familia se debe emigrar del lugar natal; actualmente están en Los Ángeles,
California (EUA) y al igual que yo me quedé aquí creo que ellos se quedarán
allá.
El primer reencuentro con
Santa María Tavehua no fue en circunstancias felices. “Regresé a mi pueblito en
1973 porque mi tía Ana (hermana de mi mamá) estaba muy grave y me vinieron a
buscar para ir a verla. Casi todos los paisanos creían que yo había muerto y se
llevaron una gran sorpresa cuando me vieron llegar casada y con hijos.” Con
cierta frecuencia regresa a su pueblo, que sigue siendo el mismo y que también
es distinto.
Me
gusta mucho ir de fiesta a Tavehua, principalmente en diciembre. Tengo una
pequeña casita justo en el centro del pueblo, donde mi madre siempre la quiso
tener y aunque físicamente ella ya no está, sé que su espíritu siempre espera
desde la casa con ansias mi regreso. Desde ella se alcanza a ver todo: la
iglesia, las canchas, la comisión y el campo; cada vez que voy aprovecho
también para ir al mercado de Zoogocho en donde compramos cosas frescas propias
de la región, aunque ya casi no puedo ver y camino muy poco por lo mismo.
Con el paso de los años la
vida ha cambiado para la señora María Elena. Las cosas se han complicado pero
ella confía en el consuelo que, en las horas aciagas, seguramente le procurará
la memoria de sus sentidos, de aquello que no olvidará jamás.
Sé que
perderé mi vista por completo pero me quedan todos mis demás sentidos, éstos
siempre me llevarán a oler el barro rojo, oír la banda, degustar un plato de
chapulines y amarillo, una tortilla calientita, pero lo más importante es que
me quedan en la memoria todos los verdes, azules y floridos paisajes, todos los
colores de la sierra que aunque la vista se vaya ya nunca perderé, porque son
parte de mi.
En el final del relato subraya
su orgullo por ser oaxaqueña y en particular tavehuana.
Me
siento muy feliz de ser oaxaqueña pero más aún de ser tavehuana, con orgullo
porto mi traje típico y conservo mi lengua natal ya que ambos son mi identidad,
lo que me hace sentir siempre cerca de las personas que ya se han ido y de las
que vendrán.
Muchas gracias, señora María
Elena Domínguez Cristóbal por compartirnos de su historia.
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