jueves, 31 de marzo de 2016

La lucha de clases en el aire


Para poder vender más pasajes, las compañías de aviación han resuelto reducir el espacio de cada asiento con las incomodidades que ello significa. A la hora de documentar hay un molde que muestra las medidas máximas del equipaje de mano (que en caso de exceder esas dimensiones deberá documentarse). Pero no deja de ser curioso que hasta el momento no exista un molde de asiento que advierta acerca del tamaño máximo del pasajero con la consiguiente advertencia: “si usted excede esta medida le sugerimos que por su propio bien y el de sus compañeros de asiento, procure otro medio de transporte para llegar a su destino”.

A lo anterior habría que añadir las circunstancias que añada el azar: la cantidad de niños llorones en cabina, la antipatía que a veces esgrime la tripulación, las turbulencias propias de las condiciones en ruta, etc. Obviamente que cuando más largo es el vuelo, mayor el sufrimiento; el poeta Hugo Gutiérrez Vega da cuenta de las vicisitudes propias en un viaje que hizo de México a Madrid.

Sin exagerar, tal vez coloreando un poco, les voy a contar mi última experiencia iberiana: mes de agosto, avión casi lleno de turistas con grandes sombreros, sarapes y muñecas vestidas de tehuana; azafatas tan mal encaradas que daba verdadero pavor pedirles algo (han establecido un régimen de terror que les permite no ser molestadas por los pasajeros durante el vuelo), azafatos agrios y mandones, un comandante incapaz de comunicar algo a los siervos de la gleba; pantallas de televisión que nunca se prendieron, asientos diseñados por un dominico de Trento, un conjunto de niños que lloraban sin parar, una señora gorda atrapada en el minúsculo baño y horas, muchas horas de vuelo en las que se puede, para nuestra fortuna, leer un buen libro, siempre y cuando las turbulencias atlánticas no te lo arrebaten de las manos. A mi lado iba un señor que trasegó un par de ativanes y roncó como un bendito durante todo el vuelo. Me dio envidia y estuve a punto de pedirle una pastilla, pero no me atreví a despertarlo. Así es que cumplí todo el rito del vuelo nocturno con un estoicismo que obviamente no era mío (debe habérmelo prestado algún antepasado que viajaba en carretas tiradas por bueyes).
(…) esperamos contra toda esperanza que la pantalla de la televisión se encendiera para poder ver algún bodrio de Hollywood. No lo hizo. Intenté preguntar a una azafata cuál era la razón de esa ausencia de enajenación televisiva, pero la sola vista de su cara de poquísimos amigos me obligó a quedarme callado. Prendí mi lucesita y me puse a leer El castillo de cristal, de Jennifer Walls. Sus desgracias hicieron que lo que me estaba pasando careciera de importancia y se volviera hasta un poco pintoresco.

A todo lo anterior hay que agregar la política de reducción de costos por parte de las aerolíneas, lo que se refleja notablemente en la comida que se ofrece durante el vuelo y a ello también alude Gutiérrez Vega.

La charola de comida contenía tres pedazos de lechuga, un tomatito, una porción de pollo con sabor a periódico de hace tres meses, un pedazo de pan congelado que nos hizo recordar alguna novela de Dickens y un vasito de agua de naranja llamada “zumo” por la enfurecida azafata. Comimos lo que pudimos (yo me limité a mordisquear un triangulito de queso crema) (…)
Antes de aterrizar nos sirvieron el famoso desayuno del croissant paleolítico con jamón de Groenlandia.

Todo esto mientras, agrega Gutiérrez Vega, “los ejecutivos y los lavadores de dinero (…) devoran toneladas de caviar y trasiegan botellas de champagne en el santa sanctorum de primera”. Ante ello confiesa que en su opinión “el vuelo de Iberia de México a Madrid sería, sin lugar a dudas, un escenario ideal para la celebración de la Revolución francesa en el aire”.

Un día se colocará una guillotina a la mitad de los aviones y los pasajeros de primera y de negocios serán conducidos al cadalso por un grupo numeroso de esclavos de la clase turística que, al grito revolucionario francés y esgrimiendo unos cuernitos de la era terciaria casi congelados y preñados con una tajadita translúcida de jamón de York, iniciará la rebelión de las masas turísticas y la decapitación de ricachones y ejecutivos de empresa. Esta violencia será el producto de muchos años de vejaciones, muchas horas con el cuerpo encogido en un asiento cada día más pequeño y muchos pollos con sabor a cartón mojado y pastas nadando en una crema que acaba de celebrar su segundo divorcio.

Don Hugo Gutiérrez Vega concluía su artículo con una arenga pública y un exhorto a la rebelión de la clase turista.

¡Turistas del mundo, uníos y levantad la guillotina a la mitad del avión. Haremos una revolución pequeñoburguesa, pero, al terminar las ejecuciones, pasaremos a ocupar los asientos vacantes por decapitación (algo parecido a lo que sucede en México a todas horas) y gozaremos, aunque sea por un momento, de los privilegios que la injusta sociedad concede a unos cuantos! Abajo el croissant de la era terciaria! ¡Vivan las tostadas con caviar beluga! ¡Viva la lucha de clases en el aire!

De que no faltan ganas, no faltan.

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