martes, 29 de marzo de 2016

La música y el humor


No es mala combinación: música y humor en múltiples ocasiones entrecruzan sus caminos. Y por supuesto que en este tema no puede faltar Jorge Ibargüengoitia quien criticaba a la Orquesta Sinfónica de México, dirigida por el maestro Carlos Chávez, el sonido desafinado de los metales.

En mi juventud culterana siempre me asombraba lo mal que tocaban los metales en la Orquesta Sinfónica de México que dirigía Chávez. En la quinta de Chaikovsky -que no faltaba en ninguna temporada- hay un solo de no sé qué, algún metal, que salía tan mal que costaba trabajo aguantar las carcajadas. Los violines, en cambio, eran mucho mejores.

El mismo Ibargüengoitia explicaba, con su habitual sentido del humor, la causa de dicho problema.

Yo siempre he atribuido este fenómeno a que en México todos queremos ser -o cuando menos queremos tener esperanzas de llegar a ser- concertistas. Como hay más conciertos para violín y orquesta, que para trombón y orquesta, hay más niños que estudian violín que los que estudian trombón. Esto a la larga produce una escasez de trombonistas y obliga al director a echar mano del primero que se presenta, con los resultados antes anotados.

A este respecto no faltan situaciones jocosas, como la referida por Ismael Aguayo Figueroa y que tiene como protagonista a uno de los locutores radiales más connotados de la ciudad de Colima.

Arturo Isáis Galván es uno de los personajes del mundillo microfónico de Colima más conocidos y estimados. Locutor de añeja trayectoria en XERL, la primera estación transmisora comercial que tuvo Colima, y que fundó un hombre recordado con cariño por su extraordinario dinamismo y su innata calidad humana, Roberto Levy Rendón; Arturo, pese a sus frecuentes lapsus linguae, a sus pintorescas exclamaciones y sus no pocos atentados al idioma, al que por lo menos apuñala a mansalva diez veces diarias, se ha ganado a pulso un enorme auditorio, especialmente en la extensa zona rural que cubre la estación de sus amores en Colima, Jalisco y Michoacán, con el programa “Amanecer ranchero”, escaparate de “corridos”, “norteñas”, “boleros rancheros” y otras ríspidas melodías de sabor campirano que Arturo dedica a su fiel auditorio, correspondiendo con ello a su copiosa correspondencia particular, intercalando locuciones como estas:
¡Échale, échale, compadre!
¡Ora, mi Cuco Sánchez, no le aflojes!
¡Comadre, á’i te va esa! ¡Ya levántate y caliéntale el tamal a mi compadre!
¡Arriba, mujeres, a atizar el fogón!
¡Fíjate dónde pisas, compadre, si está lloviendo, porque si no, boinas, don Cuco, azotó la res!
(…) en cierta ocasión, a las tres de la tarde, estando transmitiendo un programa de música clásica, anunció la hermosa sinfonía “Romeo y Julieta”, de Tchaikovsky. Principió a escucharse la melodía, pero, invadido Arturo por la nostalgia de su “Amanecer ranchero”, sin más ni más animó al célebre compositor ruso:
-¡Échale, échale, Chacósqui!

Otro caso, realmente desopilante, lo describe Antonio Lomelí Garduño y tuvo lugar en el estado de Guanajuato.

Durante el II Centenario de Beethoven, la Sinfónica de Guanajuato llevó a cabo un recorrido artístico por toda la Entidad, a efecto de difundir entre las masas populares la música del gran genio. Y estando la Sinfónica en Pueblonuevo, un modesto municipio de Guanajuato, al término de un concierto en el jardín central, se acercó al director, José Rodríguez Frausto, un hombre del pueblo con signos de haber ingerido alcohol. Era el bohemio de los ejidatarios.
—¿Me puede usted indicar quién de ustedes es ese Beethoven? Me ha gustado su musiquita y deseo invitarle una copa.
Tomó Rodríguez Frausto la pregunta con espíritu festivo y, dadas las condiciones del lugareño, pensó seguirle la corriente. Reparó entonces en que todavía se hallaba sentado en la segunda fila de bancas un amigo suyo de Irapuato, y muy serio le contestó a nuestro hombre:
—Allí lo tiene usted. Es ese señor gordito y de anteojos.
Dirigióse el bohemio al señalado, quien habiéndose dado cuenta de que algo partía de su amigo, recibió con aplomo humorístico la nueva interrogación:
-¿Con que usted es don Beethoven? Pues lo felicito porque no está tan mala su musiquita. ¿Quiere aceptarme una copa?
—Mire, amigo —repuso el invitado— le agradezco el honor, pero yo nunca bebo menos de cinco.
—Mejor que mejor —exclamó nuestro hombre—. Le invito todas las que quiera, ¡pero me autoriza a ponerle letra a su corrido!

Por su parte, José Alfredo Páramo comenta un enojoso incidente que tuvo lugar durante un concierto de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México; su final risueño amerita incluirlo en estas líneas.

Durante la interpretación de la Cuarta Sinfonía, Romántica, de Bruckner, dirigida por Sergio Cárdenas al frente de la Filarmónica de la Ciudad de México, repiqueteó en diversas ocasiones un teléfono celular.
En el intermedio, José María Álvarez salió al proscenio del Auditorio Silvestre Revueltas del Conservatorio Nacional de Música y con un malestar moderado por la diplomacia y la cortesía, explicó por qué deben desconectarse teléfonos, alarmas y localizadores en una sala de conciertos.
Con el tacto más exquisito pero con firmeza, pidió al público que apagara sus teléfonos móviles, con el fin de que pudiera transcurrir sin contratiempos la segunda parte del programa, formada por “Preludio y muerte de amor” de Tristán e Isolda y la Obertura de Tannhäusser.
Durante los compases iniciales de la primera obra wagneriana, volvió a sacudir al auditorio el timbre del celular del mismo delincuente que había entorpecido el timbre del celular del mismo delincuente que había entorpecido la música de Bruckner.
Y lo que fue peor: el celularópata tuvo la inverecundia de responder:
-¡Bueno! Sí, soy yo… no te escucho bien, ¿adónde dices que debo ir?
Luis Pérez Santoja –erudición y melofilia extremas-, quien estaba cerca del impertinente, se apresuró a responder:
-A tiznar a tu madre.
No volvió a sonar el teléfono.
Al término del concierto, el hombre salió corriendo del auditorio. Nadie supo si quería evitar un refrendo de la mentada, o se disponía a cumplir la orden de Luis.

Por último recuerdo que hace años, no sé si siga existiendo en el presente, una estación de radio tenía un programa conocido como “la hora de los ardidos” y en el que se emitían canciones que permitían sufrir a gusto con melodías que daban cuenta de las heridas propias en cuestiones de amor. Ejemplo de ello estos fragmentos en voz de los diferentes intérpretes citados

No, no no.
Aunque me juraras que mucho has cambiado,
para mí lo nuestro ya está terminado.
No me pidas nunca que vuelva jamás.
                                                 (Armando Manzanero)

Se me olvidó otra vez
que habíamos terminado.
Que nunca volverás,
que nunca me quisiste,
se me olvidó otra vez
que sólo yo te quise.
                                                             (Juan Gabriel)

La vida es la ruleta
en que apostamos todos,
y a ti te había tocado
nomás la de ganar,
pero hoy tu buena suerte
la espalda te ha volteado.
Fallaste corazón,
no vuelvas a apostar.
                                                             (Cuco Sánchez)

Pues bien, se dice que luego de escuchar una de estas canciones para ardidos,  una ex dolida comentó: “como ya no me duele, ya no me sabe”.

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