jueves, 30 de junio de 2016

Importancia de la estatura en la historia de la poesía


Hace pocos días nos referimos en este mismo espacio a la influencia que llegaron a adquirir los hongos de la papa en la migración y la literatura (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2016/06/papa-migracion-y-literatura.html). Ahora toca el turno de considerar lo que acontece con el tema de la estatura y para ello seguiremos tanto el testimonio como el análisis de Augusto Monterroso.

Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuanto ejercicio me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres.

Es uso y costumbre de la convivencia el señalar un rasgo peculiar de alguna persona y hacer chistes originados en ello (sucede a los muy gordos, a los excesivamente flacos, a los tartamudos, a quien tiene muchos granos, orejas grandes y un largo etcétera). Esto acontece también a los bajitos (petisos en Uruguay, chaparros en México) lo que permite al escritor dar cuenta de su propia experiencia.  

Con regularidad suelo ser víctima de chanzas sobre mi exigua estatura, cosa que casi me divierte y conforta, porque me da la sensación de que sin ningún esfuerzo estoy contribuyendo, por deficiencia, a la pasajera felicidad de mis desolados amigos. Yo mismo, cuando se me ocurre, compongo chistes a mi costa que después llegan a mis oídos como productos de creación ajena. Qué le vamos a hacer. Esto se ha vuelto ya una práctica tan común, que incluso personas de menor estatura que la mía logran sentirse un poco más altas cuando dicen bromas a mi costa. Entre lo mejorcito está llamarme representante de los Países Bajos y, en fin, cosas por el estilo. ¡Cómo veo brillar los ojos de los que creen estarme diciendo eso por primera vez! Después se irán a sus casas y enfrentarán los problemas económicos, artísticos o conyugales que los agobian, sintiéndose como con más ánimo para resolverlos.

Dejando de lado la cuestión de los chistes, Monterroso apunta para otra parte cuando señala que “la escasez de estatura, conduce a través de ésta, nadie sabe por qué, a la afición de escribir versos” de tal manera que “cuando en la calle o en una reunión encuentro a alguien menor de un metro sesenta, recuerdo a Torres, a Pope o a Alfonso Reyes, y presiento o casi estoy seguro de que me he topado con un poeta”. Lo anterior le permite concluir que

(…) parece que la musa se encuentra más a sus anchas, valga la paradoja, en cuerpos breves y aun contrahechos, como en los casos del mencionado Pope y de Leopardi. Lo que Bolívar tenía de poeta, de ahí le venía. Quizá sea cierto que el tamaño de la nariz de Cleopatra está influyendo todavía en la historia de la humanidad; pero tal vez no lo sea menos que si Rubén Darío llega a medir un metro noventa la poesía en castellano estaría aún en Núñez de Arce.

Pero en toda tendencia es posible advertir la existencia de casos atípicos como el que suscita la curiosidad de Augusto Monterroso: “Con la excepción de Julio Cortázar, ¿cómo se entiende un poeta de dos metros?”      

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