No
tenemos recuerdos precisos de cuando conocimos los diferentes sabores, momentos
fundamentales en el desarrollo de la persona. La descripción de Germán Dehesa (No basta ser padre. México, Planeta, 2001) de lo que sucedió cuando
su hijo Andrés descubrió el saber de la pera, puede ayudarnos a reconstruir la
escena.
(…) Tengo fundadas razones para pensar que la vida (la
verdadera vida, no este sórdido melodrama que nos han organizado los “grupos de
interés”) es una delicada trama de asuntos menores que, contemplados con la
debida atención y lentitud, dejan de ser menores para convertirse en minúsculos
milagros. (…) Amanece en mi casa y yo, que estoy severamente enkunderado, me
asomo a la recámara del pequeño Andrés que, por instrucciones de nuestro
colorido pediatra, ha comenzado a probar frutas maceradas. Hoy le toca probar
la pera. Siglos de siglos, glaciaciones, navegaciones, catástrofes, imperios y
amaneceres… todo confluye en este momento tan irrelevante en el que un bebé
(que podría ser Adán, que podría ser el primer hombre, que es todos los
hombres) va a conocer, por primera vez en la historia, el sabor de la pera. Él
no sabe nada de pintura francesa e ignora las iluminadas peras que languidecen
en los cuadros; ignora igualmente que en Europa hay una región en cuyos huertos
los perales están constelados de botellas que esperan que una insólita pera les
vaya creciendo en el vientre del mismo modo que él creció en el cuerpo de su
madre. Para saber todo esto (o para ignorarlo) habrá tiempo.
Continúa
Dehesa dando voz e imagen a ese maravilloso instante inaugural en la vida del
pequeño Andrés.
En este momento lo único importante es esa pequeña
cuchara que se aproxima sacramentalmente a su boca. Podría ser el comienzo de
la historia, pero apenas es una pequeña historia. Pequeña y todo, no hay
historiador ni poeta tan exquisito como para que pudiera reseñar el cataclismo
de gozo que ocurrió en ese paladar súbitamente iluminado por el prodigio de un
sabor. Desde fuera, lo único que se percibe es una sonrisa interminable y una
mano regordeta que se adelanta para aferrar la mano de la madre. Ni él ni nadie
estamos dispuestos a que el gozo nos sea negado; para eso, precisamente para
eso, nos fue dada la inteligencia que guía nuestras manos: para detener el
instante, para que el placer perdure un poco más, para que los alimentos
terrestres no nos sean negados, para que la vida se quede con nosotros.
Germán
Dehesa agradece el enorme privilegio de haber sido testigo de ese momento y
sostiene que nadie, por ningún motivo, debería quedar al margen de estas
celebraciones de la vida.
Si es para poder atestiguar un instante así –tan
cotidiano y tan prestigioso- benditos sean los 51 años que he permanecido ya en
este diverso y misterioso mundo. Opino que nadie tiene derecho (son tonterías…
no tengo tiempo… no es importante… estoy muy ocupado… estás viendo cómo está la
situación) a privarse del moroso disfrute de estos espectáculos. No tengo
espacio para explicarles, pero créanme que en esto reside lo que ampulosamente
llamamos cultura.
Dicen
que Luis Cardoza y Aragón afirmó que “la patria es el sabor de las cosas que
comimos en la infancia” y a todos nos ha sucedido reencontrarnos, muchos años
después, con sabores y aromas que inmediatamente nos regresan al pasado. Muchos
escritores han dejado constancia de ello pero pocos como Proust, tal como lo
refiere Álvaro Armero.
Uno de los fragmentos más conocidos y nombrados de En busca del tiempo perdido de Marcel
Proust, es cuando el narrador rememora recuerdos de su infancia al comer una
magdalena con una taza de té, ya que asocia el sabor, la textura y el aroma de
la magdalena con ese mismo estímulo vivido años atrás, en la niñez. En las
primeras páginas de la famosa obra, Proust habla de la pobreza con que se había
ofrecido a su recuerdo la ciudad de Combray en la que había pasado una parte de
su infancia. Recurre entonces el escritor a su célebre paisaje de las
magdalenas y a través de su sabor revive el tiempo antiguo, es su artilugio
para rememorar lo que queda de una época a la que solo se puede volver a través
de sensaciones. Con ello, una vulgar magdalena se ha convertido en el símbolo
proustiano del poder evocador de los sentidos. La recuperación del tiempo a
través de la nostalgia de los sabores.
Y
seguramente todos tenemos -¡ay!- sabores y aromas perdidos en nuestra infancia
y que nunca más hemos reencontrado.
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