Tiempos
tristes, muy tristes, en España. La Guerra Civil había concluido en 1939, años
después el ambiente sofocaba. Por aquellos entonces Álvaro Cunqueiro, galllego
de vocación, publicaba sus artículos -que versaban sobre temas varios- en la
revista Finisterre.
Uno de
sus tópicos recurrentes era el que tenía que ver con vinos y tabernas. Cunqueiro
era un gran conocedor y su gusto por el trago iba indisolublemente unido a la
alegría del encuentro.
Yo no sé
beber solo; tengo que amistar con alguien para poder darle luego a una jarra lo
suyo, mano a mano, con las parrafadas y pausas que conviene. Por esto he hecho
muchos amigos por esas tabernas de Dios, amistades de las horas canónicas de
las tabernas que tienen siempre algo de la sorpresa de las amistades
infantiles.
Cuando se radicó en Madrid
extrañaba las cantinas de su tierra dado que los vinos gallegos no se hallaban
en la capital porque “se hacen un poco abantos y pierden calma y tono”. Ya entrado
en nostalgia profunda, añoraba las tabernas de Compostela y el ribeiro, el vino
de la amistad.
Allí
quisiera estar yo cada día, con la taza cunca de mi apellido en la mano, viendo
cómo la tinta el ribeiro, que es, sin duda (…) el vino más amigo del hombre.
Entra en ti, y es como si una mano ancha y cordial se posase sobre tu hombro. (…)
El ribeiro, blanco o tinto, es un vino comunicativo y alentador. No es tan
luminoso como el albariño ni tan vivaz como el agulla del Condado; es un vino more philosophico, para una filosofía
humana, peripatética y sentimental.
Así,
en sus artículos de aquella época (1946) evoca la taberna de Póngalas donde “se
bebía mucho, aunque he de reconocer que mal”.
No
obstante, allí caían los mejores bebedores de mi pueblo. Se jugaba al tute
subastado. Se comía algo. Se bebía mucho. (…)
La
trastienda se llenaba del humo que brotaba de las bocas de aquellos fumadores
de mataquintos y cigarro picado, y alrededor de la bombilla de veinticinco se
percibía una cortina azulada y espesa. Casi siempre se hablaba de comer. Se
contaban cuentos verdes. Don José iba y venía, con su lengua obsequiosa. Yo me
apoyaba en la barrica de moscatel, en una de las esquinas de la mesa. Habían
pegado en ella un retrato de Conchita Piquer con los hombros desnudos, abrazada
a una guitarra. Algo era algo. (…)
He traído
aquí, en primer lugar, esta taberna, porque creo que fue en ella donde aprendí
a beber bebiendo. (…) Yo comenzaba a escribir mis primeros versos.
En un
artículo posterior (Faro de Vigo, 22
de diciembre de 1953) Cunqueiro aclaró que en su caso no bebía para olvidar. “A
mí nunca se me ha pasado por mientes beber vino para olvidar: si lo he bebido,
habrá sido para todo lo contrario, para acercar aún más las islas de la
nostalgia a mi corazón.” Y a este respecto es terminante cuando añade que “Enrique
von Kleist tenía una copa de plata que decía, en verso latino, ‘bebo porque así
te veo’. Olvidar, desasirse hasta de la propia memoria, soltarse de sí mismo,
es cosa que no comprendo que se desee”.
¿A
quién vería don Álvaro en aquellas islas de nostalgia que acercaba a su
corazón?
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