Hay
ocasiones en que los límites entre actuación y realidad son muy delgados, casi
inexistentes. ¿A quién no le ha sucedido emocionarse hasta las lágrimas viendo
una película, aun a sabiendas de que se trata de una ficción?, ¿quién no ha
sufrido con lo que le acontece a un protagonista con quien se ha identificado?
Armando de María y Campos da
cuenta de una situación que tuvo lugar en una obra en que las actuaciones
destacaron por su realismo y cuando entre el público había quien no estaba familiarizado
con el teatro. Leopoldo Zincunegui retoma el acontecimiento
En su
amenísima obra “El Teatro del Género Chico en la Revolución” (…) refiere
Armando de María y Campos el siguiente sucedido, que localiza en la ciudad de
México, en el Teatro Principal, a mediados de 1915 cuando los zapatistas
estaban posesionados de la capital de la República.
Una noche
se representaba la zarzuela española “La alegría del batallón”, haciendo Mimí,
la Dolores, que estaba gitana por los cuatro costados, y el soldado enamorado
Rafael, el yucateco Rodolfo Navarrete, que con el uniforme puesto, ni
peninsular parecía. Muchos lectores recordarán el argumento.
Un
chaval, enamorado de la gitanilla, ha desertado de su regimiento, robando a la
virgen del lugar una valiosa joya; como en la España de Alfonso XIII se
castigaba con rigor el robo sacrílego, el soldado enamorado es conducido a la
cárcel. Sabedora la Dolorcillas de que el recluta enamorado se encontraba entre
las rejas por su culpa, con los pies descalzos, sufriendo hambre y sed, va a
verlo a la cárcel. Logra llegar tras la reja que priva de libertad a su Rafael,
y a grandes voces, logra atraer al hombre por quien suspira. Pero anda cerca un
centinela –que era el gran actor cómico mexicano Carlos Pardavé-, cabo de
guardia encargado de hacer cumplir la consigna de que ninguna persona se
acercara al sentenciado, y marca el alto a la gitanilla, la que sin querer
escucharlo logra al fin hablar con su Rafael.
Hasta
aquí el argumento de aquella obra cuando en “una noche de agosto, después del ‘bis’
reglamentario, la escena alcanzó un realismo singular: (…) -Vete, gitana, que
disparo… -decía Carlos Pardavé en tono patético.” Ello dio lugar a lo
inesperado cuando, siempre siguiendo el relato de Leopoldo Zincunegui, un
soldado zapatista que se encontraba entre el público “se levantó como impulsado
por una fuerza desconocida, encañonó amenazante su arma y apuntando a Pardavé
le dice: -Ora, vale, o los deja quererse o lo quebro.”
No es difícil imaginar el
revuelo a que dio lugar tan amenazante reacción y que describe Zincunegui
¡La que
se armó en el teatro!... El primero en hacer “mutis” por la “primera” que tenía
más a mano fue Pardavé; Navarrete rompiendo el “fondo” que simulaba la pared de
la cárcel no paró hasta el camerino, mientras que Mimí, presa de convulsiones,
caía desmayada a merced de lo que allí pudo haber acontecido. Se encendieron
las luces; Miguel Wimer ordenó bajar el telón; el maestro Rosado, de espaldas
al atril, permanecía sin saber qué partido tomar.
Fue
necesaria la intervención de un alto mando para que el soldado desistiera de su
actitud.
El
soldado zapatista fue reprendido duramente por alguno de sus superiores que se
encontraba en una platea.
-Esto es
solamente de “mentiras” –le decía nervioso y enérgico un oficial de sombrero
tejano de fieltro y pecho cruzado por cananas.
No había
forma de convencer a aquel exaltado, que rodeado de público y oficiales, no
cesaba de decir:
-Todo lo
que queran, ¡pero los deja quererse o lo quebro!
En otra
crónica sobre este suceso, Rodolfo Morales da cuenta del desenlace “(…) por
fin, el telón corrido, regresan Mimí y prisionero y se ponen a improvisar y a
fingir idilio; se apaga la exaltación del soldado que dice que ‘Así, sí, pos
entonces ¿pa qué peleamos?’.”
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