Heinrich
Böll no quiere pasar por quien no es y así lo hace saber en una autodefinición
que precisa su escasa predilección por el trabajo. “Por naturaleza, siento más
afición por reflexionar y no hacer nada por trabajar, sin embargo, de vez en
cuando, dificultades económicas permanentes –pues la reflexión es tan poco
rentable como el ocio– me obligan a aceptar lo que llaman un puesto de trabajo.”
Y en
una de esas desagradables coyunturas no le quedó de otra más que salir a buscar
trabajo.
Llegado
una vez más a tal situación me confié a la oficina de colocaciones y fui
enviado, junto con otros siete compañeros de infortunio, a la fábrica de
[Alfred] Wunsiedel, donde debíamos ser sometidos a un examen de capacitación.
Ya el aspecto de la fábrica me llenó de desconfianza; la fábrica estaba
enteramente construida en ladrillo de vidrio, y mi aversión a los edificios
claros y a las estancias claras es tan grande como la que siento al trabajo.
Pero mi desconfianza aumentó cuando acto seguido nos sirvieron una especie de
desayuno en una cafetería clara, de colores alegres: hermosas camareras nos
trajeron huevos, café y pan tostado; en elegantes garrafas había jugo de
naranja; peces de colores aplastaban su displicente cara contra las paredes de
unos acuarios verde claro. Las camareras eran tan alegres que parecían que iban
a explotar de alegría. Sólo un gran esfuerzo de voluntad –así me lo pareció– le
impedía andar tarareando continuamente. Estaban tan repletas de canciones no
cantadas como las gallinas que aún no han puesto los huevos.
Ante tanta
belleza y armonía se hizo presente la sospecha que lo llevó a desconfiar de lo
que acontecía en aquel escenario.
En
seguida adiviné lo que ninguno de mis compañeros de infortunio parecía
adivinar; que también este desayuno era parte del examen, de manera que comencé
a masticar totalmente entregado a esta tarea, con la conciencia clara de un ser
humano que está suministrando a su cuerpo materias valiosas. Hice algo que en
circunstancias normales no haría por nada del mundo: tomé en ayunas un zumo de
naranja, dejé el café, un huevo y casi todo el pan tostado, me levanté y empecé
a pasearme ansioso por hacer algo, de un lado a otro de la cafetería.
Así pues,
fui el primero en ir a la sala de exámenes, donde, sobre deliciosas mesas,
estaban colocados los cuestionarios. Las paredes eran de un tono verde que los
fanáticos de la decoración hubieran calificado de “encantador”. No se veía a
nadie, pero yo estaba tan seguro de que me observaban: saqué impaciente mi
estilográfica del bolsillo, quité el capuchón, me senté a la mesa más próxima y
agarré el cuestionario de la misma forma que los coléricos agarran la cuenta
del restaurante.
Las
pocas preguntas obtuvieron respuestas contundentes, tal como lo narra el mismo
Böll en un texto fechado en 1954 (lo que permite constatar que la psicología
laboral ya tiene su historia).
Primera pregunta: ¿Le parece bien que el ser
humano sólo tenga dos brazos, dos piernas, dos ojos y dos orejas?
Aquí
coseché por primera vez los frutos de mi reflexión y escribí sin dudarlo:
“Aunque tuviésemos cuatro brazos, cuatro piernas y cuatro oídos, no bastarían a
mis ansias de acción. El equipamiento del ser humano es raquítico”.
Segunda pregunta: ¿Cuántos teléfonos puede
atender al mismo tiempo?
También
esta respuesta era tan sencilla como la solución a una ecuación de primer
grado: “Cuando no hay más que siete teléfonos –escribí– me impaciento; sólo con
nueve me siento por completo en pleno rendimiento”.
Tercera pregunta: ¿Qué hace usted después del
trabajo?
Mi
respuesta: “No conozco la expresión después del trabajo. A los quince años la
borré de mi vocabulario, pues en el
principio existía la acción”
El resultado era de esperarse:
“Me dieron el puesto”.
Avisados.
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