jueves, 24 de agosto de 2017

Henri Langlois, hurgador de tachos de basura


Hace unos días asistí a la Cineteca a una sesión del ciclo de películas realizadas a partir de novelas de Patricia Highsmith. En este caso tocó el turno a El amigo americano (basada en la novela El juego de Ripley) dirigida por Wim Wenders en producción franco-germana del año 1977. Sus actores protagónicos son Bruno Ganz (quien personificó a Adolf Hitler en “La caída”) y Dennis Hopper. Después de la exhibición siguieron comentarios de la escritora Ana García Bergua (hija de Emilio García Riera, connotado especialista cinematográfico) quien destacó la particularidad que en la película actúan varios directores cinematográficos como Gérard Blain,​ Jean Eustache, Samuel Fuller, Dennis Hopper, Peter Lilienthal, Nicholas Ray y Daniel Schmid.

El film está dedicado a Henri Langlois quien –Wikipedia informa- era amigo de Wenders y había fallecido durante el rodaje. “En las escenas rodadas en el metro de París, el personaje que interpreta Daniel Schmid está leyendo el diario Libération en cuya portada aparece la noticia del óbito y una fotografía del finado.” La dedicatoria de Wim Wenders constituía un sentido homenaje a quien había fundado la Cinemateca Francesa en 1936, haciendo posible que se preservara y difundiera antiguo material fílmico que había contribuido a la formación de muchos directores.

Fue así como recordé que había guardado un artículo periodístico acerca de Henri Langlois que me había llamado la atención. Costó ubicarlo pero aquí está. En esta nota Edgardo Cozarinsky explica el interés por ubicar, cuidar y difundir el acervo fílmico.

En la infancia de todo creador, y Langlois lo fue a su manera, hay una escena madre, no necesariamente la escena originaria como la entendió Freud. El escritor y cineasta argentino [el mismo Edgardo Cozarinsky] que le dedicó un filme (Citizen Langlois, 1995) propuso una hipótesis más bien literaria: “Es necesario haber perdido todo muy temprano para más tarde querer conservarlo todo”. Langlois había nacido en 1914, hijo de franceses instalados en Esmirna; por lo tanto tenía ocho años el 13 de septiembre de 1922 cuando las tropas de Atatürk, triunfantes sobre las ruinas del imperio otomano, incendiaron esa ciudad cosmopolita, mercantil, para desterrar a las comunidades extranjeras, en primer lugar la griega, que allí habían prosperado durante siglos. El fuego se prolongó durante diez días. Desde el barco que rescataba a su familia, el pequeño Henri, impresionado por las ruinas humeantes de lo que había sido su mundo le pedía al capitán: “Tome fotos, por favor. ¡Tome fotos!”

Es así como Langlois se impone la misión de ir detrás de aquello que corría el inminente riesgo de perderse para siempre; continúa Cozarinsky.

En el mercado de pulgas el joven Langlois iba a comprar cuanta lata de celuloide estuviera al alcance de su dinero de bolsillo; en la descarga pública iba a rescatar celuloide que hubiese terminado convertido en pomada para zapatos. En una época en que era hábito de la pequeña burguesía francesa acudir una vez por semana al establecimiento de baños de la vecindad, ese tesoro ignorado fue almacenado en la bañadera del departamento familiar.

Subraya Cozarinsky que de acuerdo a los criterios de Henri Langlois “no se debe guardar sólo las obras maestras consideradas tales por el lábil presente: el paso del tiempo puede devaluarlas, redescubrir lo que hoy se ignora, reevaluar lo que se ha despreciado.”

¿Con qué apoyos contó Langlois para su tarea? Pocos, muy pocos. En su caso, como en tantos otros, las instancias oficiales le cerraron las puertas. Señala Edgardo Cozarinsky que “(…) hacia 1934, el joven Langlois, delgado y de ojos desorbitados, buscaba apoyo ministerial para los primeros pasos de la Cinemateca. Un funcionario desdeñó su proyecto llamándolo fouineur de poubelles, algo así como ‘hurgador de tachos de basura’.”

¿Cómo no sumarse a aquella dedicatoria de Wim Wenders?

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