Sin
pretensiones de originalidad podemos partir de que el amor es un misterio, que
hay tantas razones distintas para enamorarse como seres humanos existen. Es
comprensible que desde diversas disciplinas se aborde el tema buscando explicaciones
pero tanto las que proceden de culturalistas como de organicistas, se quedan
muy cortas, constituyen simples aproximaciones a su objeto de estudio.
Vistos
desde fuera muchos amores son incomprensibles; Wislawa Szymborska alude a uno
de ellos.
La
primavera de 1867, casi inmediatamente después de contraer matrimonio,
Dostoyevski, que entonces contaba cuarenta y seis años, partió desde Rusia en
dirección a Alemania junto a su joven esposa de veinte años. Resulta difícil
tildar a esta partida de viaje de novios o de luna de miel. En realidad, el
escritor huía de sus acreedores, y la principal motivación de su marcha eran
los casinos almenas, en donde pensaba amasar una gran fortuna. (…) Anna lo
amaba de veras, con admiración, ciega y humildemente. (…) Desde un punto de
vista objetivo, Anna vivió junto a su Fedia un infierno de miedo, incertidumbre
y humillaciones. Desde el subjetivo, experimentó también junto a él la
felicidad: solo le bastaba con una sonrisa o una buena palabra y las lágrimas
se secaban. Anna se quitaba de buen ánimo la sortija de su dedo, los pendientes
de sus orejas, y el último chal de sus hombros para que Fedia pudiese venderlo
todo, jugárselo y perderlo de nuevo. Todo lo que pudiese, aunque fuese por un
solo instante, producirle placer o servirle de consuelo en sus fracasos era
también un consuelo y una satisfacción para ella. Veía el mundo a través de los
ojos de él, asimilaba sus opiniones, compartía sus complejos e imitaba su
desagradable desprecio por todo lo que no fuese ruso. Con el corazón en un
puño, velaba por él cuando Fedia tenía –y por entonces tenía muy a menudo-
ataques de epilepsia; soportó con perseverancia sus súbitos cambios de humor o
sus escándalos en las tiendas, restaurantes o casinos. Anna estaba embarazada por
aquel entonces y lo pasó especialmente mal, quizá, a consecuencia de las
constantes tensiones nerviosas. Pero, como ya he dicho, era feliz a pesar de
todo, quería serlo, se las arreglaba para serlo y era incapaz de imaginar una
felicidad mayor que la suya… Tenemos ante nuestros ojos uno de esos grandes
amores.
Como
en tantas otras ocasiones aquel amor resultaba inexplicable a ojos y corazones
ajenos, por lo que –continúa Szymborska-:
“Ante
tales circunstancias, los observadores ajenos se preguntaban: “¿Qué debe de ver
ella (él) en él (ella)?”.
Frente
a estos investigadores de amores ajenos, Wislawa Szymborska reacciona con
vehemencia:
Mejor no
hagamos ese tipo de preguntas: los grandes amores nunca tienen explicación. Al
igual que un arbolillo en una ladera rocosa, uno nunca sabe cómo crecerá, qué
es lo que lo sostiene, de dónde saca su sustento o qué milagro es el que hace
que broten esas verdes hojas. Pero ahí está con su verdor; es evidente que ha
hallado en ese lugar lo necesario para vivir.
O sea
que al decir de doña Wislawa el amor acampa allí donde encuentra lo necesario
para vivir.
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