jueves, 26 de julio de 2018

El peligro de los regresos


Ciudades que nunca se han abandonado, ciudades que un día se dejaron atrás, ciudades de llegada, ciudades entrañables, ciudades hostiles, ciudades con balcón al mar, ciudades de interior y serranía… En otra ocasión nos hemos referido al vínculo tan especial que mantenemos con el lugar en donde nacimos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2014/12/la-ciudad-en-que-nacimos.html). Ahora iremos por otros rumbos.

Regresar es un verbo muy complicado. Tanto que hay quien dice que uno nunca regresa a ningún lado. Así las cosas, cuando después de mucho tiempo se vuelve a una ciudad entrañable, el resultado puede ir de lo extraordinario a lo desolador. Algo muy próximo a esto último le sucedió a Robert Walser (la traducción y compilación es de Francisco Uzcanga Meinecke).

Un día, en pleno verano, llegué a una ciudad en la que había vivido hacía tiempo pero que llevaba ya varios años sin visitar. Tenía la ciudad un aspecto tan pálido, tan desangelado, que temí por ella. Recorrí las callejuelas conocidas de antaño con la vaga esperanza de que su vista me recreara y deleitara, pero sucedió todo lo contrario; me deprimí, y un abatimiento extraño, indescriptible, se apoderó de mi ánimo desengañado.

Transcurría el comienzo del siglo. En aquel año de 1908 la divergencia entre lo recordado y la realidad no pudo ser mayor; continúa Walser

Todo me parecía tan muerto, las personas semejaban fantasmas. Las pálidas fachadas me contemplaban hostiles y yo les devolvía la mirada lleno de desconfianza. Las mujeres no me parecían mujeres, los hombres no me parecían hombres, y yo mismo me había convertido en un triste fantasma en este entorno triste y fantasmal.  

Caminar por lugares conocidos que ya no lo eran, visitar la casa de la infancia que ahora resultaba ajena, fue sumiendo a Robert Walser en la nostalgia, en la tristeza, en el desánimo.

Deambulé de un lado a otro como si estuviera herido, habría deseado sentarme en la acera y empezar a llorar como un animal, como un pobre perro que acaba de perder a su amo querido y bondadoso. Era una ciudad sin estrellas, sin luna, sin sol. Seguí apesadumbrado mi camino. Y me vi arrastrado hasta una casa, ¡oh!, una casa a la que había ido muchas veces. En esa casa había vivido antes, y ¡con qué alegría solía entrar y salir! Ahora me era imposible concebirlo. Subí temeroso las escaleras en mal estado. La congoja me acompañó hasta arriba del todo, y volví a ver entonces el cuarto oscuro en el que viví antaño, pero era un cuarto diferente. No lo reconocí. Semejaba un féretro, y un gélido escalofrío me recorrió la espalda.

¿Sería posible que este panorama mejorara por medio del reencuentro con la mujer amada del ayer? Todo lo contrario: su ausencia hizo aún más profundo el dolor.

Fui luego en busca de una mujer a la que había querido mucho, pero la gente me miraba con extrañeza e incomprensión, como si preguntara por una mujer que hubiera vivido hacía mil años. Qué dulce y bondadosa era. Todavía sentía las suaves caricias de su mano en mi frente, y al proseguir mi camino imaginé que se iba a presentar delante de mí y besarme. Pero no se presentó nadie, ningún conocido.

Aquel regreso tan deseado, terminó como jamás se hubiese esperado. “Todo, todo era extraño. Nada tenía ya valor para mí, y para ellos, las personas extrañas, yo tampoco tenía ningún valor.” Para Robert Walser ya no hubo otra opción: “Di la espalda a la ciudad y seguí caminando.”

En fin, antes de regresar parecería recomendable el pensarlo muy, muy bien.


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