Ciudades que nunca se han abandonado,
ciudades que un día se dejaron atrás, ciudades de llegada, ciudades
entrañables, ciudades hostiles, ciudades con balcón al mar, ciudades de
interior y serranía… En otra ocasión nos hemos referido al vínculo tan especial
que mantenemos con el lugar en donde nacimos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2014/12/la-ciudad-en-que-nacimos.html).
Ahora iremos por otros rumbos.
Regresar es un verbo muy complicado.
Tanto que hay quien dice que uno nunca regresa a ningún lado. Así las cosas,
cuando después de mucho tiempo se vuelve a una ciudad entrañable, el resultado
puede ir de lo extraordinario a lo desolador. Algo muy próximo a esto último le
sucedió a Robert Walser (la traducción y compilación es de Francisco Uzcanga
Meinecke).
Un día, en pleno verano, llegué a una
ciudad en la que había vivido hacía tiempo pero que llevaba ya varios años sin
visitar. Tenía la ciudad un aspecto tan pálido, tan desangelado, que temí por
ella. Recorrí las callejuelas conocidas de antaño con la vaga esperanza de que
su vista me recreara y deleitara, pero sucedió todo lo contrario; me deprimí, y
un abatimiento extraño, indescriptible, se apoderó de mi ánimo desengañado.
Transcurría el comienzo del siglo. En
aquel año de 1908 la divergencia entre lo recordado y la realidad no pudo ser
mayor; continúa Walser
Todo me parecía tan muerto, las personas
semejaban fantasmas. Las pálidas fachadas me contemplaban hostiles y yo les
devolvía la mirada lleno de desconfianza. Las mujeres no me parecían mujeres,
los hombres no me parecían hombres, y yo mismo me había convertido en un triste
fantasma en este entorno triste y fantasmal.
Caminar por lugares conocidos que ya no
lo eran, visitar la casa de la infancia que ahora resultaba ajena, fue sumiendo
a Robert Walser en la nostalgia, en la tristeza, en el desánimo.
Deambulé de un lado a otro como si
estuviera herido, habría deseado sentarme en la acera y empezar a llorar como
un animal, como un pobre perro que acaba de perder a su amo querido y
bondadoso. Era una ciudad sin estrellas, sin luna, sin sol. Seguí apesadumbrado
mi camino. Y me vi arrastrado hasta una casa, ¡oh!, una casa a la que había ido
muchas veces. En esa casa había vivido antes, y ¡con qué alegría solía entrar y
salir! Ahora me era imposible concebirlo. Subí temeroso las escaleras en mal
estado. La congoja me acompañó hasta arriba del todo, y volví a ver entonces el
cuarto oscuro en el que viví antaño, pero era un cuarto diferente. No lo
reconocí. Semejaba un féretro, y un gélido escalofrío me recorrió la espalda.
¿Sería posible que este panorama
mejorara por medio del reencuentro con la mujer amada del ayer? Todo lo
contrario: su ausencia hizo aún más profundo el dolor.
Fui luego en busca de una mujer a la que
había querido mucho, pero la gente me miraba con extrañeza e incomprensión,
como si preguntara por una mujer que hubiera vivido hacía mil años. Qué dulce y
bondadosa era. Todavía sentía las suaves caricias de su mano en mi frente, y al
proseguir mi camino imaginé que se iba a presentar delante de mí y besarme.
Pero no se presentó nadie, ningún conocido.
Aquel regreso tan deseado, terminó como
jamás se hubiese esperado. “Todo, todo era extraño. Nada tenía ya valor para
mí, y para ellos, las personas extrañas, yo tampoco tenía ningún valor.” Para
Robert Walser ya no hubo otra opción: “Di la espalda a la ciudad y seguí
caminando.”
En fin, antes de regresar parecería recomendable
el pensarlo muy, muy bien.
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