En otra ocasión hemos aludido a la
importancia que adquirieron los cafés a fines del siglo XIX y comienzos del XX en
la ciudad de Viena. En ellos se daban cita la vida social, política, artística
así como la bohemia de su tiempo. Eduard Pötzl, en un texto de 1906 (traducción
y compilación de Francisco Uzcanga Meinecke),
comparte sus observaciones desde la ventana de uno de estos cafés.
Llovía por la tarde.
El cielo, de color plomizo y otoñal,
parecía querer descender hasta los tejados de las casas. (…)
A través del grueso vidrio de la ventana
miré a la calle, que, estrecha y empinada, recorre buena parte de la vieja
Viena. (…)
Me llamó la atención que, al pasar por
delante, muchos mirasen con ojos ausentes a través de mi ventana. Uno de ellos
se quedó parado, dirigió hacia mí una mirada absolutamente vacía y enderezó su
sombrero. Me di cuenta de que, debido a la posición del cristal y a la luz
tenue del fondo, su imagen se reflejaba en la luna de la ventana. Pronto
llegaron más personas que, según su grado de vanidad, se aprovechaban en mayor
o menor medida de esta circunstancia.
Hasta que un concursante destacó en
aquel desfile de vanidades reflejadas en el cristal de la ventana.
Un hombre joven comprobaba el efecto de
su atractiva personalidad esbozando una pícara mirada ante el espejo. Parecía
gustarse a sí mismo, ya que sonrió de diferentes maneras mientras se ponía
tieso y se arreglaba el cuello del abrigo, como para dar a entender al resto de
peatones que era ése el motivo real de su parada. Luego dio un paso atrás, echó
un vistazo a su silueta reflejada y la cotejó con el original, temeroso de que
la ventana se olvidara de reflejar algún bonito detalle. Satisfecho del
resultado, se volvió para continuar su camino, pero no sin echar antes un
último vistazo que le reafirmara la excelente impresión que le causaba su noble
estampa, ahora en la transición del reposo al movimiento.
Por lo visto, de acuerdo a la
descripción de Eduard Pötzl, aquel hombre joven encontró en su reflejo la
imagen que esperaba. “Su gesto al retirarse exhibía una satisfacción tan plena
que estoy seguro de que no se habría sonrojado si alguien le hubiera comparado
con el Discóbolo de Mirón o con el Galo Moribundo.” Sin embargo -y asumiéndose
como jurado de aquella pasarela citadina- para ese entonces Pötzl ya le había
encontrado su lado flaco. “Aunque, en honor a la verdad –y dicho sea de paso-,
el risueño joven no podría negar, puesto bajo juramento, que se libró del
servicio militar a causa de sus exagerados pies planos. (…)”
Así esta breve estampa de época permite
apreciar que el extremo cuidado por la apariencia personal no es exclusivo de
nuestros tiempos.
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