Hay
escritores de muy buena pluma que a partir de evocar un objeto entrañable de su
infancia nos conducen a un recorrido sorprendente; tal es el caso de José
Jiménez Lozano
(…) el gran
misterio de la noria estaba para nosotros, los chicos, en otra parte; en lo que
se llamaba “el registro”: una puertecilla abierta en la cimbra del pozo en la
base a ras de suelo del montículo en que la noria se asentaba por fuera, y a
ras del agua que lograba almacenar el pozo por dentro. Se abría la puertecilla
y era un espectáculo sobrecogedor. Por la cúpula de la cimbra donde giraba la
máquina entraba la luz que iluminaba aquel oscuro recinto débilmente. La cadena
de los arcaduces mostraba un brillo siniestro, y el pozo, si estaba casi vacío,
era como una sima impresionante, y en sus paredes se veían a veces las horribles
salamandras; si estaba lleno, era un agua negra, como una gran pupila. Y estaba
luego el fragor que se oía allí dentro, en aquella oquedad con bóveda, causado
por el agua que se derramaba de los cangilones.
Si el sol daba
sobre la puerta del registro, proyectaba además, las sombras de los que allí
nos asomábamos en aquella oscuridad, y las sombras se reflejaban en el agua, si
la noria estaba parada en ese momento. Era como la caverna platónica. Aquel
recinto era hermoso y terrorífico, como bajar al Hades. Sabías que si perdías
pie y caías al agua, te ahogabas; y que perderíamos pie si nos adentrábamos un
milímetro más allá del puro umbral de la puertecilla. “No pases –decíamos- que
el agua te llama.” Y, si te llamaba, ya no tenías salvación.
Las gentes
contaban todavía que en aquellas aguas vivían hermosas princesas moras, que a
veces salían y habían deslumbrado a las lavanderas o a los hortelanos con su
belleza del agua, que “llamaba” para fascinarnos y aterrorizarnos.
Lo de
las princesas moras -víctimas del agua que llama- puede que no estuviera tan fuera
de la realidad dada la enorme atracción suscitada por las norias en la cultura árabe;
con su llanto característico posibilitaban el florecimiento de esos maravillosos
jardines que les eran tan significativos. A ello se refiere Jiménez Lozano en
otro pasaje.
Los
poetas árabes han visto en las norias o máquinas hidráulicas elevadoras de agua
una plañidera de lacerante gemido. Como Mahbub, un gramático del Al-Andalus que
vive a fines del siglo X o principios del XI: “[Esta máquina], capaz de gemir
(…)”
(…) el lamento
de la noria, ese quejido que “hace llorar”, dice también el poeta árabe Mahbub;
y, “gracias a las lágrimas de sus párpados, aparece un jardín con tapices de
flores”, un prado lleno de verdor.
La erudición de Jiménez Lozano le
permite traer a cuento nada menos que a Teresa de Ávila, para quien el agua era
fuente de inspiración.
Teresa de
Ávila, que dice que “no me hallo cosa más a propósito para declarar algunas de
espíritu que esto de agua…, que la he mirado con más advertencia que otras
cosas”, contrapone, sin embargo, dos fuentes con dos pilones que se llenan de
agua de modo muy diferente: “El uno viene de más lejos por muchos arcaduces y
artificio; el otro está hecho en el mismo nacimiento del agua y vase hinchendo
sin ningún ruido…; ni es menester artificio ni se acaba el edificio de los
arcaduces, sino procediendo agua de allí”. Y “es la diferencia –añade- que la
que viene por arcaduces es, a mi parecer, los ‘contentos’ que tengo dicho que
se sacan con la meditación; porque los traemos con los pensamientos,
ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento; y,
como viene en fin con nuestras diligencias, hace ruido… Estotra fuente viene el
agua de su mismo nacimiento, que es Dios”.
Es ésta una
página hermosísima de Las Moradas o Castillo encantado, que se refiere a la
experiencia de la oración (…)
Sin embargo, para José Jiménez
Lozano la reflexión de Teresa de Ávila no sólo tiene que ver con la experiencia
religiosa sino también con la escritura.
(…) pero es
claro que el símbolo de esas dos fuentes de agua: la noria y el manantial, es
también valedero para la escritura. Esta escritura, que sacamos a veces a
fuerza de muchas vueltas, pero otras de repente, se nos ofrece como un
manantial. Aunque quizás, desde luego, porque hemos dado muchas vueltas a la
noria y sacado, una y otra vez, arcaduces secos o cuyo agua no acertamos a
verter.
De esta manera Jiménez Lozano nos
condujo de la noria de su infancia, a la cultura árabe, a Teresa de Ávila y a
la escritura.
En fin, cosas de la gente de
letras.
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