martes, 10 de diciembre de 2019

De campesinos y esclavos, a monjes y ermitaños




En otras circunstancias ya hemos tratado el tema de los anacoretas en el siglo IV (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2019/03/la-historia-de-pacomio-las-aceitunas-y.html). Conducidos por J. Lacarriére veremos ahora por qué este tipo de vida resultaba tan atractiva a los campesinos de la época.

(…) en el Egipto del siglo IV, las condiciones económicas favorecían en altísimo grado la génesis y el éxito de esta experiencia de  “sociedades  artificiales”. En la vida cotidiana de un fellah copto del siglo IV, nada  podía incitarle a aferrarse a las  instituciones del pasado ni a un sistema social del que él era la principal víctima. La tierra, por supuesto, no le pertenecía; prácticamente no era más que un esclavo al servicio de un terrateniente (a menudo extranjero, griego o romano) y sus condiciones de vida como aparcero no ofrecían en absoluto mayores ventajas que aquéllas que podía tener dándose al  anacoretismo.

En un breve testimonio, en el que Lacarriére cita la Vida de san Arsenio, se pueden apreciar las diferencias de origen social de quienes coincidían en los monasterios.

Numerosos pasajes de las Vidas de santos del desierto aportan sobre esta cuestión no pocos informes. ¿Qué dice, por ejemplo, la Vida de san Arsenio? Arsenio era un romano, de origen noble, que fue durante algún tiempo  alto dignatario en la corte de Teodosio el Grande (por tanto, a fines del siglo IV),  tras lo cual, a la edad de cuarenta años, decidió consagrarse a la ascesis y se  trasladó a Egipto. Cierto día en que cayó enfermo, su discípulo le hizo acostarse sobre una cama y le puso una almohada bajo la cabeza. Un anacoreta vino a visitarle y se mostró escandalizado ante aquel “lujo”. Entonces, el discípulo de Arsenio le dijo:
“¿A  qué  te dedicabas antes de ser ermitaño?
-Era campesino.
-¿Y de qué vivías?
-Como en la actualidad: dormía en el suelo, comía cada día un poco de lentejas, pan y aceite. Pero mi alma no conocía el reposo.
-Pues bien -dijo el discípulo-, Arsenio, el que tú ves aquí era en otros tiempos preceptor de los hijos del Emperador, tenía mil domésticos a su servicio y dormía en un lecho suntuoso. ¡Que diferencia entre su condición de entonces y la tuya, tú que vivías peor que ahora! Al abandonar el siglo, tú has abandonado una vida penosa por una vida mejor, mientras que Arsenio ha dejado la opulencia por la pobreza.”

Aun reconociendo la existencia de casos excepcionales, es posible afirmar que la mayoría de quienes optaban por la vida monacal o eremítica provenían de condiciones de vida caracterizadas por la pobreza.

Se comprende entonces que, desde los comienzos del monaquismo -y excepción hecha de los “fundadores” que son todos de familia acomodada-, el reclutamiento de monjes se hiciera casi únicamente entre los aparceros del campo, los  pequeños artesanos, los aldeanos de las márgenes del Nilo y, de un modo general, entre las clases rurales y laboriosas. (…)
Y se comprende también el motivo que luego hubo de llevar a tantos esclavos a  buscar asilo en los monasterios y acabar, ellos también como monjes y ermitaños.

Luis Izquierdo agrega información relevante en torno al tema.

El número  de los anacoretas y monjes llegó a ser considerable. Paladio habla de unos cinco mil en las zonas desérticas paralelas al Nilo. Ahora bien, la vida del  fellah, campesino egipcio, era tan extremadamente dura que la vocación del  desierto no  le suponía  un  esfuerzo   extraordinario.  Esta  circunstancia, unida  al respeto  que  despertaba  en todos  los viajeros la visión de los ascetas, determinó  el crecido número de ermitaños y monjes. El fellah seguía un impulso  religioso, pero también se afirmaba como hombre: accedía a una consideración de la que había carecido en vida. Los mismos  patricios que, en el ejercicio de su labor, no reparaban en  su  existencia,  se  prosternaban ante el fellah, en  su  versión monástica.

Obviamente que tal estado de cosas –continúa Izquierdo- no fue bien visto por los poderosos.

Los terratenientes llegaron a protestar por la cantidad de labradores que les huían al desierto. En las postrimerías del s. IV, llega a afirmarse que el fellah, aunque llegue a hacerse monje, no podrá escapar de su señor.

Así fue como la Iglesia, a partir del siglo IV, se distancia de los pobres al aliarse con los privilegiados, tal como lo señala Izquierdo: “Para delatarle, intervendrán incluso signos denunciatorios venidos de lo alto: curiosa colaboración de Dios en la economía de los grandes propietarios agrícolas.” Por su parte J. Lacarriére profundiza en la cuestión.

El concilio de Gangres [Gangra], por ejemplo (tuvo lugar en el año 342), excomulga al obispo Eustato y sus discípulos por haber aconsejado a los esclavos abandonar  a sus amos a fin de hacerse ascetas. La Iglesia, por otra  parte, no tardaría en tomar la defensa del orden social y de los intereses de los esclavistas y de los poderosos. “No permitiremos jamás -dice un Canon de los santos Apóstoles del siglo IV- cosa semejante que causa pesar a los amos de esclavos y que siembra el desconcierto en los hogares...” Y un edicto del emperador Valente incluso ordena: “traer por la fuerza a los esclavos que se esconden entre los monjes”. Estas disposiciones acabaron por influir en la misma hagiografía, ya que un santo del siglo IV, Teodoro, “tenía el poder milagroso de ligar a los esclavos con lazos invisibles que hacían imposible toda fuga. Si, a pesar de esta precaución, el amo perdía su esclavo, le quedaba la posibilidad de ir a dormir sobre la tumba del santo, el cual le indicaba en sueños el lugar donde su esclavo se hallaba refugiado. Se ve claramente que san Teodoro prefería los amos a los esclavos.”

Una vez más queda de manifiesto que en la Iglesia siempre ha existido un enfrentamiento entre los que se encuentran más próximos a la perspectiva de Eustato y quienes optan por Teodoro.

Ayer como hoy.


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