martes, 4 de mayo de 2021

Prejuicios

 

Los prejuicios abundan en las miradas parciales, incompletas, simplificadoras. Miradas que no ven buena parte de la vida.

Uno piensa que los portadores de prejuicios siempre son los otros, quienes a su vez los identifican en uno y según Mario Levrero llegan para quedarse.

Es difícil descubrir los propios prejuicios, que se afincan en la mente acompañados de una especie de soberbia, no me explico de qué extraña manera. Esos enanos se instalan allí como absurdos dictadores, y uno los acepta como verdades reveladas. 

Eduardo Mallea enuncia una peculiar explicación acerca de ellos.

Tenemos dos ojos y miramos las cosas con los dos, pero a la gente con uno solo. Ese ojo ciclópeo es el gran deformador y el gran parcializador. El hombre emite por ese ojo su maligno rayo despreciativo: el rayo del prejuicio o juicio prevenido. Todo un sector del otro hombre mirado por ese ojo único queda sumido en la sombra; sólo aparece luminoso el sitio señalado por el rayo, el sitio denunciado e incriminado.

Y claro que -sostiene el mismo autor- cuando el prejuicio quiere pasar por juicio las cosas se complican: “(…) no hay (…) espectáculo más infernal y repugnante que el del prejuicio enarbolado como juicio”.

Ahora bien, el prejuicio de acuerdo con Andrés Trapiello no solo se orienta hacia las personas sino también apunta a lugares.

Hay lugares de una ciudad en los que nunca reparamos, en los que jamás nos detendríamos… hasta un día. Son lugares de los que hemos prescindido por uno de esos prejuicios tontos, como por prejuicios prescinde uno de músicos, escritores, pintores durante… hasta un día. 

Sí, … hasta un día en que es posible empezar a abandonarlos, dejarlos de lado, recuperar la mirada, proceso extraordinario en el desarrollo personal. ¿Todos? No algunos, poco a poco. Eduardo Mallea presenta un camino que suele destruir al prejuicio: el paso del tiempo.

Sólo cuando paso a paso empezamos a perder nuestro poder ante la muerte y con los años nos tornamos de invulnerables en vulnerables, el otro ojo empieza a funcionar y la visión, quitando fuerza al rayo ciclópeo, se completa y humaniza hasta perder toda malignidad y hacerse juicio justo. El hombre a quien había mirado nuestro ojo deformador aparece entonces iluminado completamente; y sus profundos atributos compensatorios empiezan a merecer nuestra compasión y nuestra simpatía.

Pero también puede suceder lo contrario, que el paso del tiempo convertido en vejez terminé por solidificarlos, que ya no solo se confundan con juicios sino, y lo que es aun peor, con la verdad.

Hay que tener valentía y arrojo para luchar contra los prejuicios, tal como lo apunta Levrero.

Muy de tanto en tanto y por algún accidente o azar uno se siente obligado a revisar un prejuicio, discutirlo consigo mismo, levantar una punta y mirar a través y atisbar cómo es la realidad de las cosas. En esos casos es posible desarraigarlo.

Claro que, según el mismo autor, hay tarea para rato porque “(…) quedan en pie todos los demás, disimulados, llevándonos desatinadamente por caminos erróneos.”

La vida es corta y con prejuicios, estrecha. Así se corre el riesgo de que uno se vaya de este mundo sin saber en dónde estuvo.

 

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