Difícil
precisar qué fue primero. ¿La lectura de novelas habrá dado idea de personajes
dignos de figurar en ellas?, ¿fueron personajes reales quienes inspiraron a los
novelistas?, ¿las dos cosas al mismo tiempo?
Andrés
Trapiello ilustra el punto cuando comienza afirmando: “He visto esta mañana a
un personaje para no sé qué novela.” Y, como en tantas ocasiones, apela la
llamada sabiduría negativa: “No era un personaje de una novela actual”, más
bien lo identificaba como “uno de esos personajes que han salido de las novelas
de Baroja o de los libros de Solana, o que llegaron tarde a ellos.”
¿De quién
se trataba?
Tendría
cincuenta años. Andaba encorvado, con ciática, y los ojos inyectados en sangre
y lacrimosos le lloraban sin cesar, seguramente por el relente que soplaba. Las
narices, considerables, le acercaban a una raza canina, no sé a cual. Andaba
mirando el suelo, con la cerviz torcida y para hablar levantaba las pupilas
caninas, la cabeza la dejaba contra el pecho. De la nariz descomunal le colgaba
una gota de moquita que se sorbía constantemente con ruido y estremecimiento.
Al andar no conseguía hacerlo en línea recta, por lo que daba la impresión de
que erraba sin rumbo fijo. Esto hacía de él un personaje triste e infeliz, como
perro sin dueño, como viejo capellán de hospicio.
Ya no
tuve más información al respecto, la duda queda planteada: ¿el sujeto
mencionado habrá ido a parar -ya convertido en personaje? a uno de los tantos
libros de Andrés Trapiello?
Estoy
seguro de que a usted -improbable lector- le sucede como a mí cuando
deambulando por las calles nos cruzamos con personas que tienen méritos más que
sobrados para devenir en memorables personajes de novela.
Y
claro que para otros seguramente usted y yo somos esos personajes.
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