Lamentablemente no les sucede a todas
las personas, pero a muchas sí: hay libros cuya lectura es decisiva en el
transcurso de la propia vida. Textos que nos afirman, cuestionan, asombran,
consuelan, entristecen, fortalecen, cambian… Para que ello suceda, lector y libro
deben coincidir, en un momento significativo. Una de las tantas manifestaciones
de la magia de los encuentros.
Así es como cada quien integra una
pequeña lista de títulos y autores de referencia que forman parte de su vida.
Ahora bien, no es frecuente que se
presente la oportunidad de agradecer personalmente al escritor por las
repercusiones y resonancias de su obra; José Mateos da cuenta de una de estas
escasas ocasiones.
No lo conoce. Pero ha leído su libro y
se ha decidido, después de muchas dudas y vacilaciones, a escribirle un
mensaje. Ha conseguido su dirección electrónica llamando a una editorial, donde
se ha hecho pasar por periodista. No pretende entablar una relación con él, ni
mantener un diálogo epistolar, ni siquiera sueña con una respuesta que no
necesita.
Su objetivo -continúa Mateos- es más
sencillo dado que “sólo quiere corresponder a eso que le debe -momentos de
reconciliación y plenitud ante un libro- con ese tesoro
que poseen incluso los que no poseen nada: la capacidad de dar las gracias.”
Sabrán
disculpar, pero ocurre que no resisto la tentación de volver a transcribir: “ese
tesoro que poseen incluso los que no poseen nada: la capacidad de dar las
gracias”. Prosigue
el relato
Se sienta delante de la pantalla del
ordenador y comienza a teclear. Ha esperado este momento, cuando el teléfono
descansa y el hijo enfermo duerme, porque sabe que sólo ahora tendrá algo de
tiempo por delante.
Con lo difícil que es encontrar nuestro
lugar en el mundo, piensa, ese libro le ha enseñado que cualquier lugar puede
ser nuestro lugar en el mundo. Basta con decirlo así. Basta con mirarlo así.
Pero lo suyo no es escribir y, a la hora
de comunicar lo que ha sentido, no acaba de dar con el tono adecuado. Estudia
cómo debe dirigirse a él: estimado, querido, admirado… Repasa el diccionario de
sinónimos. Borra una frase porque le resulta demasiado ceremoniosa. Se detiene
ante una palabra en busca del adjetivo que la acompañe. A veces rectifica. A
veces regresa de nuevo al principio.
Hasta que, al cabo de una hora, consigue
terminar como puede diez o doce líneas con las que cree haber expresado algo de
ese descubrimiento.
José Mateos nos conduce hacia el desenlace
de la historia.
Al día siguiente, muy lejos de allí, el
escritor repasa su bandeja de correos electrónicos. Lo hace por costumbre, como
todos los días, sin esperar demasiado. Sabe que el poema más secreto o incluso
la plegaria más íntima, aunque nacen de la soledad, nacen también del deseo de
trascenderla. Anula varios anuncios y convocatorias, y lee finalmente ese
mensaje inesperado. Ignora las penosas circunstancias en las que fue escrito y
qué tipo de persona lo escribe.
Concluye Mateos que el escritor “de alguna
manera siente que ahí, en ese mensaje, ha concluido una aventura que comenzó
hace años, cuando él se pasaba horas borrando y sopesando palabras, y pensaba
que escribir quizás no fuera lo suyo.”
Es de agradecer que el escritor haya
vencido aquellos obstáculos porque su obra, entre otras cosas, permitió que
alguien descubriera que “cualquier lugar puede ser nuestro lugar en el mundo.
Basta con decirlo así. Basta con mirarlo así”.
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