martes, 30 de noviembre de 2021

Lector agradecido

 

Lamentablemente no les sucede a todas las personas, pero a muchas sí: hay libros cuya lectura es decisiva en el transcurso de la propia vida. Textos que nos afirman, cuestionan, asombran, consuelan, entristecen, fortalecen, cambian… Para que ello suceda, lector y libro deben coincidir, en un momento significativo. Una de las tantas manifestaciones de la magia de los encuentros.

Así es como cada quien integra una pequeña lista de títulos y autores de referencia que forman parte de su vida.

Ahora bien, no es frecuente que se presente la oportunidad de agradecer personalmente al escritor por las repercusiones y resonancias de su obra; José Mateos da cuenta de una de estas escasas ocasiones.

No lo conoce. Pero ha leído su libro y se ha decidido, después de muchas dudas y vacilaciones, a escribirle un mensaje. Ha conseguido su dirección electrónica llamando a una editorial, donde se ha hecho pasar por periodista. No pretende entablar una relación con él, ni mantener un diálogo epistolar, ni siquiera sueña con una respuesta que no necesita.

Su objetivo -continúa Mateos- es más sencillo dado que “sólo quiere corresponder a eso que le debe -momentos de reconciliación y plenitud ante un libro- con ese tesoro que poseen incluso los que no poseen nada: la capacidad de dar las gracias.”

Sabrán disculpar, pero ocurre que no resisto la tentación de volver a transcribir: “ese tesoro que poseen incluso los que no poseen nada: la capacidad de dar las gracias”. Prosigue el relato

Se sienta delante de la pantalla del ordenador y comienza a teclear. Ha esperado este momento, cuando el teléfono descansa y el hijo enfermo duerme, porque sabe que sólo ahora tendrá algo de tiempo por delante.

Con lo difícil que es encontrar nuestro lugar en el mundo, piensa, ese libro le ha enseñado que cualquier lugar puede ser nuestro lugar en el mundo. Basta con decirlo así. Basta con mirarlo así.

Pero lo suyo no es escribir y, a la hora de comunicar lo que ha sentido, no acaba de dar con el tono adecuado. Estudia cómo debe dirigirse a él: estimado, querido, admirado… Repasa el diccionario de sinónimos. Borra una frase porque le resulta demasiado ceremoniosa. Se detiene ante una palabra en busca del adjetivo que la acompañe. A veces rectifica. A veces regresa de nuevo al principio.

Hasta que, al cabo de una hora, consigue terminar como puede diez o doce líneas con las que cree haber expresado algo de ese descubrimiento.

José Mateos nos conduce hacia el desenlace de la historia.

Al día siguiente, muy lejos de allí, el escritor repasa su bandeja de correos electrónicos. Lo hace por costumbre, como todos los días, sin esperar demasiado. Sabe que el poema más secreto o incluso la plegaria más íntima, aunque nacen de la soledad, nacen también del deseo de trascenderla. Anula varios anuncios y convocatorias, y lee finalmente ese mensaje inesperado. Ignora las penosas circunstancias en las que fue escrito y qué tipo de persona lo escribe.

Concluye Mateos que el escritor “de alguna manera siente que ahí, en ese mensaje, ha concluido una aventura que comenzó hace años, cuando él se pasaba horas borrando y sopesando palabras, y pensaba que escribir quizás no fuera lo suyo.”

Es de agradecer que el escritor haya vencido aquellos obstáculos porque su obra, entre otras cosas, permitió que alguien descubriera que “cualquier lugar puede ser nuestro lugar en el mundo. Basta con decirlo así. Basta con mirarlo así”.

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