Durante
algunos años Wislawa Szymborska se desempeñó como crítica literaria en la
prensa polaca dando muestra de lucidez, conocimientos, ironía, creatividad,
etc.
La
reseña del libro Julio Verne de
Herbert R. Lottman decidió iniciarla con una larguísima pregunta.
¿Puede
alguien que escribió ochenta novelas fantásticas y de aventuras (y eso que solo
empezó a escribir a partir de los treinta y cinco años de edad); alguien que
creó centenares de personajes, otorgándoles, al menos a algunos, una
personalidad sugestiva, consiguiendo que dos de ellos le auparan incluso al
Olimpo de la mitología literaria (estoy pensando en el misterioso capitán Nemo
y en el cautivador Phileas Fogg); alguien que siempre que tenía un rato libre
leía montones de relatos de viajes y se mantenía al corriente de cualquier
innovación tecnológica; pues, bien, puede alguien así tener aún tiempo para
cuidar de sus más íntimos sentimientos: simpatías, amistades y amores?
Sabido
es que en algunas preguntas ya viene la respuesta, como el caso que nos ocupa.
La
biografía de Julio Verne no otorga una respuesta afirmativa a esa pregunta. Seamos
francos: en su desmesurado trabajo, Julio Verne era un individuo repulsivo, un
egoísta sin miramientos, un tirano del hogar e, incluso, un lisiado emocional.
Para
nadie es novedad que algunos personajes valorados, admirados, y hasta reverenciados
por su obra, sean merecedores de juicios muy diferentes cuando se trata de su
vida, de sus relaciones; este fue el caso -según Szymborska- de Julio Verne.
Varias
generaciones de lectores de todo el mundo lloraron su muerte; sin embargo, en
Amiens, donde vivía, nadie vertió ni una pequeña lágrima sincera por él. Su
familia respiró y los habitantes de esa, dicho sea de paso, próspera ciudad, no
se apresuraron a reunir el dinero necesario para construirle, al menos, un
modesto monumento…
Por si
ello no bastara para construir el perfil del célebre escritor, Wislawa Szymborska -a partir del análisis del libro de Herbert
R. Lottman- se detiene en el vínculo padre-hijo.
Pero
mucho peor aspecto tenían las relaciones del escritor con su propio hijo. Era
más que evidente que el vástago no era de su gusto. Verne, siempre que pudo, lo
mantuvo a distancia. Finalmente se las arregló para ingresar al muchacho de
quince años en un horroroso reformatorio, y un año después lo cargó por la
fuerza, como si fuese un galeote, en un barco que zarpaba en dirección a la
otra punta del mundo. No se sabe exactamente de qué era culpable el
adolescente. Y si era culpable, entonces la razón principal era su propio
padre, alguien que sencillamente nunca debió ser el padre de nadie…
De esta
manera lo que comenzó con una pregunta desembocará en otras tantas.
Vaya…
¿Acaso no hemos escudriñado ya suficientemente? ¿Acaso todo esto nos sirve para
explicar algo? Por ejemplo, ¿cómo consiguió ese frío y tétrico individuo
conmover y hacer reír con sus libros? O ¿qué milagro consiguió que ese
convencido conservador en su vida privada (y chovinista, además) acabase
convirtiéndose en el bardo de la infatigable invención humana y fuese capaz de
describir –y de un modo primoroso- la amistad entre representantes de países
diferentes? Y, finalmente, ¿cómo pudo suceder que ese espantoso padre llegase a
ser considerado en su tiempo como el autor más popular y apreciado por la
juventud?
Y
llegados a este punto, Szymborska concluye aceptando la imposibilidad de arribar
-en este tema como en tantos otros, pudiéramos agregar- a la tierra firme en
que viven las respuestas “Así es: por más que indaguemos e indaguemos, un
misterio siempre es un misterio…“
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