En
nuestra sociedad consumista y mercantilizada es frecuente hacer referencia a
que todo está en venta, a que nada permanece al margen de la oferta de mercado.
Sin
embargo, hasta donde tengo noticias, no hay quien se dedique a la venta de
sueños al gusto del cliente; a interpretarlos sí, a venderlos no.
Será Álvaro
Cunqueiro -¡una vez más!- quien nos traiga noticias en cuanto a la existencia
de este oficio desde tiempos remotos.
Cuentan
los hermanos Tharaud que Lady Stanhope había conocido en Antioquía a un joven
iraní, de santa estirpe, ciego por un sacrificio ritual, que se ganaba la vida
vendiendo a las gentes los sueños que éstas deseaban. Lady Stanhope le compró
sueños, entre ellos uno en el que ella, niña, corría por un prado persiguiendo
una paloma, bajo la dulce lluvia de mayo.
Al
autor gallego se le ocurren otros sueños que podría haber solicitado aquella
dama. “Pudo comprarle también, digo yo, un sueño con una mañana de sol en el
jardín de San Carlos, y el dux británico en sus brazos y el amor…”
Pero será
el mismo Cunqueiro quien reconozca su error al concluir que ser vendedor de
sueños no significa tener todo a disposición.
Pero no,
ni aun un ciego iraní, engendrado a la vista de las estrellas, discípulo de la
araña y el fuego, capaz de vestir el aire con sus sueños, y de vender las Mil y
Una Noches a Harun-al-Raschid, podía venderle a la amada de Moore una mañana
como ésta, una luz tan dorada, tan calmo mar y tan alegres gaviotas. Una mañana
que te obliga a quedarte quieto, junto a un ciprés o a una ventana, en el
jardín de San Carlos, por temor de pisarla, de pisar estos hilos luminosos que
Dios (…) ordena sobre el mundo y sus estancias.
Así las
cosas, improbable lector, no queda más que aceptar el reto y hacer nuestra lista
de disfrutes cotidianos que no podríamos adquirir ni con el más connotado
vendedor de sueños.
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