En la múltiple y variopinta
temática de cursos, talleres, seminarios, encuentros, jornadas, etc., que se
ofrecen por doquier, hay un gran ausente: Reflexiones para intentar aprender a
envejecer.
Más allá que este vacío se
entienda debido a que los interesados en inscribirse serían muy pocos en esta sociedad
en la que se procura por todos los medios permanecer -a como de lugar- dentro
del círculo de jóvenes, atléticos, agraciados y sanos. ¿Y quién querría abrir
un negocio con vocación de quiebra?
Sin embargo lo cierto es que para
una parte de la humanidad la vejez llega: antes o después; de manera paulatina
o abrupta; en presentación amigable o adversa…Por tanto, institutos que dicten
cursos sobre cómo prevenirse de la vejez cumplirían un importante servicio
social. Y prevenir en los dos sentidos: el de “conocer de antemano o con anticipación
un daño o perjuicio”, así como también en el de “preparar y disponer con
anticipación lo necesario para un fin”.
Una de las líneas del plan de
estudios debería estar enfocada al colapso de contradicciones, cambios súbitos
de conducta, incoherencias… que pueden darse en el proceso de irse haciendo
viejo, con los estragos personales y familiares que ello acarrearía. A este
punto se refiere Carlos G. Vallés
Si llegamos a vivir lo bastante, la vejez vuelve a
traer una segunda infancia, y algunas de nuestras inhibiciones de toda la vida
se borran, y controles que pasaban por permanentes se aflojan al fallar la
memoria, debilitarse la fuerza de voluntad y soltarse los vínculos de la autodisciplina
con el ocaso progresivo de las facultades conscientes. Así es como la avanzada edad
llega a recuperar la inocencia de la infancia, y la censura que ha durado una
vida entera se levanta en su último tramo. Eso explica cómo sentimientos de
odio, sentidos y expresados libremente en los primeros años de vida, y
reprimidos luego en aras de la buena educación y la moral, vuelven a salir a la
superficie en la vejez, con dura expresión que asombra y entristece a los que
presencian la explosión, y con frecuencia a la misma persona que la
protagoniza.
Y para que la cosa no quede en
teoría, Vallés recurre a un caso concreto narrado por Eduardo Galeano.
La abuela de Bertha Jensen murió maldiciendo. Ella
había vivido toda su vida en puntas de pie, como pidiendo perdón por molestar,
consagrada al servicio de su marido y de su prole de cinco hijos, esposa
ejemplar, madre abnegada, silencioso ejemplo de virtud: jamás una palabra de
queja había salido de sus labios, ni mucho menos una palabrota. Cuando la
enfermedad la derribó, llamó al marido, lo sentó ante la cama y empezó. Nadie
sospechaba que ella conocía aquel vocabulario de marinero borracho. La agonía
fue larga. Durante más de un mes, la abuela vomitó desde la cama un incesante
chorro de insultos y blasfemias de los bajos fondos. Hasta la voz le había
cambiado. Ella, que nunca había fumado ni bebido nada que no fuera agua o
leche, puteaba con voz ronquita. Y así, puteando, murió; y hubo un alivio
general en la familia y en el vecindario.
Reconoce Carlos G. Valles que
este tipo de situaciones de ninguna manera le resultan exageradas, ajenas o
extrañas.
He conocido casos como ése en mi propia experiencia,
demasiados, por desgracia, para considerarlos casos aislados. Santos hombres y
santas mujeres de acendrada virtud y vida modélica que, al llegar a edad
avanzada, pierden por pura decadencia de neuronas el control férreo que había
sostenido sus firmes caracteres, y ante la angustia de quienes los oyen y de la
suya propia dejan escapar una corriente de lenguaje proscrito que parece no
acabar nunca.
A renglón seguido Vallés -y
creo que todos coincidiremos con él- expresa que no quisiera que esto le
sucediera. “No quiero reventar de viejo, si es que llego a serlo; y, aunque no
llegue a viejo, no quiero ir por la vida con la triste carga de resentimientos
escondidos y odios secretos.”
Así pues, este podría ser uno
de lo temas a tratar en los cursos o seminarios que proponemos. Pero como en
toda instancia educativa de preferencia no sólo hay que plantear el problema, sino
también sugerir alternativas para hacerle frente y Carlos G. Vallés nos ofrece
la suya.
Quiero limpiar rincones, barrer debajo de la alfombra,
ventilar quejas, confesar envidias. Quiero enfrentarme a la mezcla que llevo
dentro, a la bestia y al ángel, al fiel compañero que soy y al mezquino traidor
que también puedo ser, al bienhechor de todos y al orgulloso tirano: que todos
esos caracteres están dentro de mí, y bien lo sé yo. Si me enorgullezco de
conocer el amor, también he de admitir que cedo al odio.
En síntesis: “Sólo si ventilo
mi casa a tiempo, puedo evitar ahogarme en mi propio humo cuando ya sea
demasiado tarde. No quiero morir maldiciendo.”
Queda hecha la invitación a abrir
puertas y ventanas para no asfixiarnos en el esfuerzo de mantener una imagen
sin fisuras.
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